En cada grupo de varones que ejercen violencia, la omisión surge como el primer eslabón en una cadena de actos que afecta profundamente a quienes dependen de ellos. El varón que omite no sólo niega recursos; niega derechos y, con ellos, la dignidad de sus hijas e hijos y la de la madre de estos. Esta violencia se expresa en frases como “no hago” o “no doy”, convirtiéndose en una crueldad que priva a sus hijos e hijas de necesidades básicas. En el espacio grupal, se invita a los hombres a reflexionar sobre la deshumanización que implica esta omisión, y a cuestionarse si alguna vez han considerado el impacto de dejar a sus hijos e hijas sin lo necesario.
El dinero en manos de quien controla se convierte en una herramienta de dominio, en una cadena invisible que sujeta a la ex pareja y sus descendientes. Es así que los varones deben enfrentar el impacto de sus propias frases cotidianas como “me lo quedo”, “lo compré yo”, “le dejé a ella que lo use” o “yo soy el que paga”. Como describe Clara Coria[1], el dinero, más que una simple moneda de cambio, se convierte en una expresión de poder asfixiante. Preguntamos a los varones: ¿qué comunican con el dinero? ¿Hasta qué punto están usando el dinero como un medio de control en lugar de una verdadera expresión de cuidado y responsabilidad? Al revisar sus conductas, se dan cuenta de que lo han usado para construir relaciones en las que asfixian y ahorcan a quienes dicen querer.
El castigo de no dar, de retener y decidir sobre lo que a otros corresponde, se convierte en una forma de violencia de apariencia silenciosa que hiere profundamente. En su expresión más cruel, el varón dirige el castigo hacia la mujer a través de la pobreza y dependencia que genera para sus hijas e hijos. Es en el espacio grupal donde les planteamos una imagen clara y cruda: ¿cómo pueden sentarse a comer un plato lleno, sabiendo que su hijo o hija no tiene lo suficiente? Azpiazu[2] llama a esta confrontación “incomodidad productiva”, un momento en el que los varones que ejercen violencia de género en la pareja deben enfrentarse a su propia hipocresía y a la contradicción entre el rol de proveedor y el castigo que ejercen.
Es por eso que, en los grupos, el trabajo preventivo secundario se centra en romper esta lógica de impunidad y desentendimiento. Usamos el violentómetro, creado en la asociación Pablo Besson, para hacerles ver que lo que para ellos es un simple “no doy” o “me lo quedo” se traduce en una forma de abuso, en una forma de mantener a los otros en un estado de necesidad y dependencia. La violencia vicaria y económica, en su esencia, es una perversión de la responsabilidad paterna, una herramienta para hacer sufrir sin mancharse las manos. No dejar marcas visibles no la hace menos cruel; al contrario, muestra hasta qué punto la violencia puede ser refinada, calculada.
Este violentómetro clasifica los distintos niveles de control y violencia económica, permitiendo a los varones ver con claridad cómo sus comportamientos se sitúan en una escala de violencia que escala en intensidad. La herramienta comienza con niveles de control financiero inicial —como restringir el acceso a la información económica de la pareja o asignar un monto de dinero diario insuficiente—, comportamientos que muchas veces son normalizados en las relaciones. En un nivel moderado, el control económico se intensifica: los varones pueden empezar a retener recursos de manera más evidente, exigir que la pareja pida permiso para gastar y, en algunos casos, incluso desincentivar o prohibir el trabajo de la mujer.
A medida que avanzamos en los niveles del violentómetro, los comportamientos se vuelven más severos. En el tercer nivel, el control económico es profundo, e incluye actos como poner deudas a nombre de la pareja, retener la totalidad de los ingresos o impedir el acceso de la mujer a recursos básicos. Finalmente, en el nivel extremo, la violencia económica y patrimonial incluye formas destructivas de control, como la destrucción y desapoderamiento de propiedades, el aislamiento financiero total y el uso de manipulaciones legales e institucionales para restringir los derechos y recursos de la pareja.
Al presentar esta escala en el grupo, los varones tienen la oportunidad de evaluar sus propias acciones y situarse en esta progresión. La incomodidad productiva surge cuando se ven reflejados en uno o más niveles del violentómetro, confrontándolos con la realidad de que sus acciones, a menudo justificadas como “decisiones financieras”, son en realidad formas de violencia. El objetivo es que, al ver sus conductas reflejadas en esta herramienta, los hombres tomen conciencia de cómo sus actos de control económico afectan profundamente la vida de sus hijos e hijas y sus exparejas. En el grupo, este ejercicio se convierte en un espejo que desestabiliza las justificaciones y ayuda a visibilizar la violencia económica en todas sus formas.
Lo que el feminismo ha denunciado es que el silencio en torno a la violencia económica es una complicidad social que permite que este tipo de abuso siga ocurriendo. Las masculinidades callan porque el silencio les permite seguir disfrutando de una impunidad simbólica y real. En el grupo, los varones confrontan la realidad de que la deuda que tienen con sus hijos e hijas y sus exparejas no es solo económica; es moral, es ética. No basta con sanciones legales para cambiar la lógica de la violencia vicaria y económica: hace falta un cambio de conciencia, una reestructuración de la responsabilidad que ellos mismos deben asumir. Trabajamos para que estos varones reconozcan esa deuda, para que entiendan que negar recursos a quienes dicen amar y sus exparejas no es una omisión menor, sino una forma de violencia que perpetúa el sufrimiento y la desigualdad. Porque, al final, cada acto de abandono es un golpe a la dignidad de quienes dependen de ellos. Es hora de que lo reconozcan, de que el “no doy” deje de ser su forma de violencia encubierta. Solo así podrán asumir la responsabilidad que han eludido, dejando de convertir el dinero en una herramienta de control y sufrimiento.
(*) Abogado litigante en CABA y Provincia de Buenos Aires. Diplomado en violencia económica. Coordinador de dispositivos grupales para varones que ejercen violencia en Asociación Pablo Besson y Municipalidad de Avellaneda. Coordinador de laboratorio de abordaje integral de las violencias en Asoc. Pablo Besson.
Miembro de Retem. (Red de equipos de trabajo y estudio en masculinidades). Integrante de equipo interdisciplinario en evaluación de riesgo y habilidades parentales para revincular o coparentalidad (Asociaciòn Pablo Besson)
[1] El dinero en la pareja: Algunas desnudeces sobre el poder, Autor: Coria, Clara, Prólogos de Susana, 2015, editorial Androginias 21 Edición: 3ª edición.
[2] Azpiazu Carballo, J. (2017). Masculinidades y feminismo Virus Editorial. (…) Establecer espacios de incomodidad productiva quiere decir abrir espacios en los que poder hablar, proponer y pensarnos con tranquilidad y calma, pero de los cuales no saldremos cómodos y tranquilos, sino con más preguntas, incertidumbres e inseguridades que al principio y sin carta blanca para permanecer inmóviles por no saber qué hacer. Pero, si no vamos a quedarnos quietos, habrá que preguntarse ¿qué significa moverse?. pag. 120.
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