
En los dispositivos psico-socio-educativos que coordino con varones que ejercieron violencia en sus vínculos de pareja, escucho con frecuencia una palabra que no les pertenece: coparentalidad. La mencionan como si supieran de qué hablan, como si el solo hecho de pronunciarla los ubicara en el lugar de padres comprometidos. Pero basta rascar apenas el discurso para notar que esa palabra no nace de una reflexión ni de una práctica; alguien se las dijo -un abogado o abogada, una psicóloga o psicólogo, un juez o jueza-, y ellos la repiten como contraseña que abre la puerta de sus reclamos. Sin responsabilización, sin reconocimiento del daño, y, sobre todo, sin entender que no hay parentalidad posible si no han dejado de ser un peligro para quien cuida y para quien es cuidado.
Esta demanda de coparentalidad suele llegar como si fuera una propuesta constructiva, orientada al “bienestar de las niñeces”. Pero en muchos casos funciona como un atajo: una forma de tapar el conflicto y producir una solución técnica a una relación que fue, o aún es, desigual y violenta. Se la propone -desde dispositivos judiciales o terapéuticos- sin diferenciar escenarios, sin exigir rendición de cuentas, sin atender las consecuencias emocionales, psíquicas y vinculares que la violencia deja en la diada madre-hijx. Cuando no hay simetría, la intervención simétrica no sólo es injusta: puede ser iatrogénica.
En esa línea, la propuesta de Liliana Carrasco (2024)[1] de sustituir el término “coparentalidad” por maparentalidad resulta sumamente esclarecedora. Carrasco sostiene que hablar de coparentalidad borra la figura materna, desdibuja su centralidad afectiva y cotidiana en los cuidados, e introduce una falsa simetría donde no la hay. Lo que se presenta como una estrategia igualitaria puede, en realidad, ser una forma renovada -y legitimada- de violencia simbólica e institucional, especialmente cuando opera desde el sistema judicial sin perspectiva de género.
Este análisis se enriquece con el aporte de Jorge Barudy (2005)[2], quien en su obra subraya que las prácticas de cuidado han sido históricamente encarnadas por las mujeres, pero también apropiadas por el patriarcado. En palabras del autor: “Las mujeres han sobrevivido a la violencia ancestral que los hombres han ejercido sobre ellas gracias a sus capacidades de asociarse, colaborar y brindarse cuidados mutuos. Estas capacidades han sido manipuladas por la ideología patriarcal para someterlas en su rol de cuidadoras al servicio de los hombres y de los hijos.” .
Desde esta mirada, resulta evidente que no puede exigirse una equidad parental abstracta cuando se parte de una desigualdad estructural en la distribución histórica de los cuidados. La judicialización de la parentalidad, si no se ancla en estos análisis, corre el riesgo de desconocer el peso diferencial de la violencia vivida y la carga emocional y práctica que han sostenido las madres en contextos de abuso, ausencia o desresponsabilización masculina.
En este sentido, la teoría del aprendizaje social de Albert Bandura (1986)[3] resulta fundamental para comprender cómo los modelos parentales se reproducen o se transforman: las conductas de cuidado no son innatas, sino aprendidas a través de la observación, la práctica y la retroalimentación. Si el aprendizaje ha estado signado por la violencia, la dominación o la ausencia, entonces es necesario ofrecer nuevos modelos, nuevas experiencias y un entorno que habilite desaprender y reaprender otras formas de vinculación. No alcanza con la voluntad de “ser padre”: se necesita una intervención que promueva activamente nuevas formas de ejercer el paternaje, basadas en la regulación emocional, la empatía y el reconocimiento del daño causado.
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En los grupos, cuando abordamos el rol paterno, lo que aparece es una versión idealizada del “buen padre” como un título de mérito, más que como una práctica sostenida. Al revisar sus historias, muchos reconocen haber sido padres ausentes, deslegitimadores o incluso obstructores del vínculo con les hijes. Pero tras la denuncia o la separación, reaparece el discurso de “quiero ser padre”, sin reconocimiento del daño, sin reflexión sobre el miedo que causaron ni sobre el modelo que transmitieron.
Frente a esto, proponemos otro modelo: el del varón que se responsabiliza, que entiende que ser padre no es un derecho a ejercer, sino una oportunidad que debe construirse desde el cuidado, la presencia emocional y la reparación del vínculo. Un modelo que no busca equiparar roles sin contexto, sino transformar las prácticas desde una pedagogía del compromiso y no del control.
Lamentablemente, muchas veces el sistema judicial, al aplicar mecánicamente el concepto de coparentalidad, opera desde una mirada androcéntrica. Exige a las madres “facilitar” el vínculo sin atender al contexto de violencia, a la desregulación emocional de los padres o al daño psíquico producido. Como bien señala Carrasco, se da por supuesto que hay dos parentalidades equivalentes, cuando en realidad lo que hay es una historia desigual de cuidados, una violencia previa no reparada, y un relato judicial que a menudo responsabiliza más a quien protegió que a quien agredió.

La parentalidad no puede ser pensada sin perspectiva de género. No puede deshistorizarse. No puede disociarse de la violencia previa ni de la capacidad real para acompañar emocionalmente a unx hijx. Como repetimos en los dispositivos: la parentalidad no se reclama, se construye y se repara.
Por eso, como coordinador de estos espacios, insisto en que el trabajo con varones no puede girar en torno a la “revinculación” ni a la “coparentalidad” como metas únicas o automáticas. Antes de pensar en vínculos o acuerdos, lo prioritario es evaluar la capacidad del agresor para adquirir habilidades parentales reales: regulación emocional, empatía, reconocimiento del daño, respeto por los tiempos de lxs demás. Sin esto, hablar de coparentalidad es construir una ficción de equidad que no existe.
Entre la marentalidad y la parentalidad hay, muchas veces, un abismo. La primera sostiene, anticipa, repara; la segunda aparece en el expediente. Y sin nivelar esa asimetría, no hay posibilidad de diálogo, ni de cuidado conjunto. Sabemos que ningún acuerdo puede ser justo si se produce en contextos de desigualdad estructural, y es injusto -y profundamente revictimizante- ordenar a una madre “escuchar”, “negociar” o “facilitar el vínculo” con alguien que aún no comprende lo que ha hecho ni sabe cómo anticiparse a las necesidades básicas de su hijx.
Cuidado con esas prácticas judiciales que buscan reparar lo dañado sin preguntarse si la otra parte ya dejó de dañar. La verdadera reconstrucción vincular sólo puede iniciarse cuando hay un proceso de responsabilización sostenido, no cuando se exige simetría donde hubo asimetría, o vínculo donde hubo violencia.
La verdadera paternidad no se impone. Se aprende, se ejercita, se transforma. Y sobre todo, se mide por lo que el hijo o hija siente cuando su padre se acerca: miedo o alivio. Entonces, ¿qué significa hoy ser padre en el contexto de haber ejercido violencia? ¿Se puede hablar de derechos parentales sin hablar de deberes emocionales, sin reparar, sin modificar profundamente los modos de estar, de cuidar, de vincularse? ¿Qué clase de paternidad es aquella que sólo emerge frente a una denuncia, a una medida cautelar o a una intervención judicial? El derecho a ejercer la responsabilidad parental no es absoluto ni automático; se encuentra condicionado por la capacidad real de garantizar el interés superior del niño, tal como lo establecen la Ley 26.061, el Código Civil y Comercial, y los estándares internacionales como la Convención sobre los Derechos del Niño.
La parentalidad no se adquiere con una demanda, se construye con presencia emocional y se repara con responsabilidad activa. La intervención estatal debe dejar de entender a los varones sólo como sujetos de derechos y empezar a exigirles rendición de cuentas por los vínculos dañados. Porque no hay parentalidad legítima sin responsabilidad, ni justicia posible que no escuche a les niñes.
(*) Abogado litigante en CABA y Provincia de Buenos Aires. Diplomado en violencia económica. Coordinador de dispositivos grupales para varones que ejercen violencia en Asociación Pablo Besson y Municipalidad de Avellaneda. Coordinador de laboratorio de abordaje integral de las violencias en Asoc. Pablo Besson.
Miembro de Retem. (Red de equipos de trabajo y estudio en masculinidades). Integrante de equipo interdisciplinario en evaluación de riesgo y habilidades parentales para revincular o coparentalidad (Asociaciòn Pablo Besson)
Referencias
[1] Carrasco Liliana, en. Revista – Pensar en Violencia, directora Ardusso, Romina Elizabeth colaborador Ortiz, Diego Oscar, ediciones Jurídicas, 2024.
[2] Barudy & Dantagnan, 2005,Los Buenos Tratos A La Infancia Parentalidad Apego Y Resiliencia de Barudy Jorge , Editorial Gedisa, 2005 p. 29.
[3] Bandura, A. (1986). Teoría del aprendizaje social. Madrid: Espasa-Calpe.