
En los espacios de intervención con varones que ejercieron violencia de género, hay una escena que suele celebrarse: la del varón que se emociona. Aquel que, en medio del grupo, rompe el silencio y habla de su infancia dura, de su padre que ejercía violencia, de la vergüenza que sintió cuando lo tildaron de “maricón” por llorar. Ese momento es muchas veces vivido como un hito. Y lo es: implica una ruptura con mandatos que lo educaron en la dureza, en la represión del sentir, en la identificación del llanto con la debilidad.
Pero hay que decirlo con claridad: esa escena no alcanza. Porque el silencio que muchos varones sostienen no es el de sus emociones. Es el de sus acciones.
No callan lo que sienten: callan lo que hicieron.
Y ese desplazamiento no es inocente. Se corre el eje del otro hacia el yo, de la consecuencia hacia la emoción, del daño hacia la herida subjetiva. Se reemplaza la responsabilidad por la conmoción. Y si no hay una intervención firme que recupere lo que quedó fuera de ese relato, el riesgo es enorme: reproducir una impunidad afectiva, pero ahora sensible, vulnerable, legitimada por el dolor.
Muchos dicen: “a mí no me dejaron llorar”.
Y probablemente sea cierto.
Pero pocas veces, en ese mismo discurso, aparece la otra cara: “yo hice llorar”.
Ese es el silencio que urge romper. No por castigo, sino por ética. No para etiquetar, sino para responsabilizar. Porque la intervención no puede detenerse en el “qué te pasó”, sino que debe avanzar hacia el “qué hiciste con eso que te pasó”.
Emocionalizar sin responsabilizar: una nueva forma de recentrarse
El trabajo con las emociones es necesario. Pero cuando se lo hace sin anclaje relacional ni mirada de poder, se corre el riesgo de generar otro mapeo del yo donde el varón vuelve a ser protagonista. Ya no como proveedor ni como jefe de familia, sino como sujeto doliente. El problema es que ese sujeto doliente puede hablar de su tristeza, de su vacío, de su enojo… pero sin nombrar a quien recibió el impacto de ese dolor actuado.
Nombran el enojo, pero no el grito.
Nombran la tristeza, pero no el golpe.
Nombran la angustia, pero no el control económico.
Nombran el miedo a quedarse solos, pero no la manipulación afectiva.
Y si no se los interpela, si no se los fuerza a vincular la emoción con el acto, ese relato queda suspendido en una especie de purga simbólica, donde llorar parece suficiente.
Pero llorar no es asumir. Sentir no es reparar. Decir “me dolió” no equivale a decir “dañé”.
El eje de la intervención: de lo emocional a lo ético
Por eso, el rol de quienes coordinamos estos espacios es doble: por un lado, abordar críticamente el proceso de subjetivación del varón herido, y por el otro, no permitir que ese proceso enmascare o justifique el daño. Cada vez que un varón dice “yo no podía expresar lo que sentía”, la intervención tiene que devolverle: ¿Y cómo reaccionabas cuando no podías? ¿Qué hacías con eso que no sabías nombrar? ¿Quiénes estaban ahí cuando te enojabas, quién pagaba ese costo?
Ahí es donde se abre el trabajo real. Porque la emoción, cuando se reconoce, puede volverse herramienta de cambio. Pero cuando se actúa sin elaboración, es violencia. Y cuando se elabora sin consecuencia, es fuga.
El alojamiento no puede limitarse a habilitar el sentir. Tiene que politizar el hacer. La emocionalidad en sí misma no desarma la estructura de poder. El varón puede llorar y seguir controlando. Puede decir que se siente mal y seguir manipulando. Puede conectar con su dolor y seguir invisibilizando el dolor que causó.
El punto de inflexión
El trabajo ético comienza cuando el varón deja de explicar por qué actuó como actuó, y empieza a asumir que eso tuvo consecuencias. No se trata de culparlo, sino de que reconozca que el problema no es solo lo que vivió, sino lo que hizo con eso que vivió. Ese punto marca una diferencia radical: ya no se trata solo de hablar de sí, sino de hablar del otro. De reconocer que hubo un otro cuerpo, otra subjetividad, otra experiencia que fue impactada. Que hubo llantos que él provocó, miedos que él generó, decisiones que él tomó y que marcaron a quienes lo rodeaban.
Porque incluso si ese varón fue víctima de una masculinidad que lo obligó a callar, a endurecerse, a reprimir sus emociones, nunca dejó de gozar de los privilegios que ese mismo sistema le otorgaba por su condición de varón. El patriarcado que lo hirió también lo benefició: le dio poder para gritar sin consecuencia, para controlar sin sanción, para ejercer violencia sin nombrarla.
Es justamente ahí donde se vuelve fundamental visibilizar la asimetría estructural. Como sostiene Muzzin (2019)[1], “uno de los argumentos más poderosos para evidenciar la desigualdad de poder entre hombres y mujeres ha sido, y sigue siendo, el de los “privilegios” que diversas culturas otorgan a los hombres por el solo hecho de serlo.”
Nombrar esos privilegios no niega el dolor del varón, pero sí impide que ese dolor se convierta en coartada. Porque no se trata de quién sufrió, sino de quién tuvo -y usó- poder sobre otros cuerpos.

Por eso no alcanza con decir “fui víctima de un sistema patriarcal”: lo urgente es que pueda decir “fui formado en un sistema violento, tuve privilegios que otros no, y desde ahí dañé”. Solo entonces puede asumir que su responsabilidad no nace del sufrimiento, sino del uso que hizo de su lugar en la estructura.
Porque la transformación no empieza cuando el varón siente, sino cuando se hace cargo. Y no de su herida: de su poder. De su capacidad de dañar. De su decisión de no hacerlo más.
(*) Abogado litigante en CABA y Provincia de Buenos Aires. Diplomado en violencia económica. Coordinador de dispositivos grupales para varones que ejercen violencia en Asociación Pablo Besson y Municipalidad de Avellaneda. Coordinador de laboratorio de abordaje integral de las violencias en Asoc. Pablo Besson.
Miembro de Retem. (Red de equipos de trabajo y estudio en masculinidades). Integrante de equipo interdisciplinario en evaluación de riesgo y habilidades parentales para revincular o coparentalidad (Asociaciòn Pablo Besson)
Referencia
[1] Muzzin Anibal, en Intervenciones en Violencia Masculina. Editorial Dunken. Buenos Aires, 2019 pág. 84.
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