
En un nuevo aniversario del nacimiento de Frida Kahlo, aprovechamos para recorrer su vida y revisitar los lugares menos conocidos. Su infancia, la relación con su madre, la búsqueda de libertad en la quietud de su cuerpo roto, su mirada política, el amor libre como práctica y la revolución como horizonte.
Por: Nadia Fink
Es febrero de 1925. Frida yace sobre una cama. Inmóvil. El corsé de yeso permite apenas que el aire entre y salga de sus pulmones. Mira el espejo, Frida. Su madre decidió regalarle esa visión: sobre su cama mandó construir un espejo para que pudiera mirarse, para que no estuviera sola.
Y Frida está más sola que nunca. Quieta, mira su rostro, lo único que no está tapado por la manta y por el yeso. Frida se enfrenta a sí misma más desnuda que nunca. Mira a esa otra y le pregunta: ¿Qué es el dolor? ¿Hay una génesis del dolor? ¿Es esto que me pasa ahora o nace en otres y se agolpa en quienes podemos soportarlo y trascenderlo? ¿Es de mis huesos rotos o corre por mis venas y es el dolor de las indias y los indios de México a quienes aplastaron las conquistas? ¿Es de mis fracturas o viene impreso en el óvulo de mi madre y el suicidio temprano de su novio frente a sus ojos; o en el espermatozoide de mi padre, su viudez prematura? ¿Es de la pata de palo que me dio la meningitis, de los ojos de mi padre dados vuelta ante un ataque de epilepsia que sabía contener desde niña o son esos soldados combatiendo por la revolución mexicana que caían en la puerta de mi casa o que curaba mi madre? ¿Viene de mi columna rota en mil pedazos o son las espaldas de las campesinas y los campesinos que se doblaban al rayo del sol trabajando al sur de mi país, o es acaso el silencio de las mujeres invisibles ninguneadas por maridos y sociedades?
Con naturalidad, Frida tomó una decisión como las que tomaría el resto de su vida: trascender al dolor, traspasar los límites, apropiarse del impulso que venía de sus vísceras y de sus venas; de su pasado y de su espíritu. Si debía convivir con ese rostro, con ese espejo como única compañía, sería su modelo e inspiración: lo transformaría en arte, en un rostro sombrío, en un cuerpo que iba a empezar a completarse en el lienzo.
La hija de la revolución

Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón nació un 6 de julio en 1907, pero decidió tomar 1910 como su año de llegada para que coincidiera con el inicio de la revolución mexicana. Esa que duró diez años; una guerra corta y furiosa que costó más de un millón de muertes, que derrocó al régimen de Porfirio Díaz y que produjo la reforma agraria más importante del continente. Ese alzamiento recorrió todo el país y tuvo a sus campesinas y campesinos como actores principales, la población postergada por más de 400 años de invasiones y saqueos, la que no se había mirado en el espejo de un México que se regodeaba en el progreso y en los símbolos europeos. Esa revolución atravesada desde sur, a caballo y con Zapata, hasta el norte con Pancho Villa. Hombres de tierra adentro, portadores de los anhelos y las necesidades del pueblo mexicano. Frida nace, entonces, con la revolución estallando en su sangre, con los rebeldes entrando a la plaza del Zócalo por primera vez, con un país descubriendo su propia identidad no solo en la política, sino también en la música, en la plástica, en la vestimenta; todo en México es futuro por construir mirando el pasado que le había sido negado por siglos.
En una casa sencilla del pueblo de Coyoacán transcurrió la infancia de Frida. Nacida de una madre con sangre india en sus venas, que se casó porque debía hacerlo, a pesar de que el amor se había ido con el novio suicidado; y de un padre con raíces alemanas y húngaras, que había llegado a México a los 19 años en búsqueda de nuevos horizontes.
De su padre tomó algo del arte del daguerrotipo, que aplicaba en su trabajo como fotógrafo, el amor por la música de las melodías que sonaban al piano, los permisos y las posibilidades que sólo tenían los hombres. De su madre prefería no tomar nada, su extrema dureza le generaba una distancia inexpugnable, al igual que su gesto adusto, su moral severa y su profunda religiosidad. Pero Frida veía el dolor en su madre y había decidido que, a ella, el dolor no iba a endurecerla nunca.
Apenas 11 meses después de Frida, nació su hermana menor. La llegada de Cristina no contribuyó a la relación con su madre: entre los celos por la venida de su hermanita y la idea de que no la había amamantado, sino su “Nana”, la distancia creció entre ellas.
A Frida le ronda el desamor, Frida se pregunta y pinta Mi nana y yo en 1937…
“¿Como pinto lo que no digo?, ¿cómo fue mi infancia sin el calor de mi madre?, ¿qué sentirá esa ama de leche al alimentar un niño ajeno, mientras el suyo tal vez pase hambre? ¿Hay, por el solo acto de amantar, la necesidad de transmitir amor? ¿Por qué debería mirarme amorosamente a los ojos si alimentarme es tan sólo un trabajo? Ama de leche india distante, bebo la miel de tus pechos turgentes que rebosan de vida”.
Frida le había puesto su padre, que significaba paz; que no era en ella espera ni quietud; era, más bien, la paciencia de quienes crecen recortades por el dolor, de quienes son diferentes en una sociedad que les señala: una poliomielitis mal curada a los ocho años le había dejado la deformidad del pie izquierdo y una renguera que la acompañaría toda la vida. Eso le valió, también, burlas y rechazos en la escuela, en su edad más temprana.
Pero el ingreso a la Escuela Nacional Preparatoria, en el secundario, le regaló nuevas miradas sobre el mundo y sobre sí misma. La ciudad de México y su centro se le abrían tentadores. Ya no importaba allí su pata flaca y deforme, si Frida era vista desde la sensualidad y firmeza de su porte y su atrevimiento, su inteligencia aguda y su humor ácido. Esa niña que se vestía de hombre cuando le tomaban una foto familiar y escandalizaba a su madre, mezclada entre hermanas y primas de polleras livianas bajo la rodilla, era una de las 35 mujeres, entre los 2.000 varones, que consiguieron entrar a la escuela de renombre.
El grupo Los Cachuchas tomaba forma de la mano de un puñado de amigas y amigos con interés en devorarse todo material de lectura que anduviese dando vueltas: filosofía, literatura, arte; jóvenes inquietas e inquietos que se entrelazaban en discusiones feroces y perpetuaban una serie de atentados caseros más destinados a romper la monotonía cotidiana del colegio que con fines políticos determinados. Sinvergüenzas sin prejuicios que rompían las convenciones y se pretendían espíritus libres.
Así, desde ese grupo de pertenencia, sigiloso y casi como una brisa, llegó el primer amor, Alejandro Gómez Arias. Desprejuiciades y enamorades, se escondían de las prohibiciones paternas de Frida y se escabullían para recorrer el mercado de La Merced, en el centro de la ciudad: la sociedad colonial de fin de siglo se mezclaba allí con la ciudad revolucionaria, en una gran feria de mercaderías surtidas, trueques, ventas, música de mariachis, arrebatos de cartera, amontonamientos y colores.
Con Alejandro viajaba el día en que el destino le iba a quebrar el futuro… o se lo empezaría a construir. Frida tenía 19 años e iban en el autobús que fue arrollado por un tranvía: el autobús se contorneaba como el fuelle de un acordeón, los vidrios estallaban y los fierros se quebraban. Allí quedó tendida Frida, desnuda y atravesada, cubierta de un polvo dorado que caía de la caja de un pintor. Sangre, belleza, roturas y brillo empezaban a construir una nueva Frida.
El segundo accidente

Es verano y es 1929. Es Frida sobre un árbol silbando La internacional. Es la casa de la familia Kahlo y quien pasa la puerta es el muralista Diego Rivera. Ya se conocían desde algunos años antes. Frida solía espiarlo junto con otres Cachuchas cuando pintaba el mural en la Preparatoria, o había decidido entender el trabajo de ese gran muralista y se sentó a observarlo por horas. Sin moverse, con un brillo atrevido y desafiante en los ojos, sin inmutarse ni ante los gritos de la imponente Lupe Marín, la esposa de Diego, permaneció con la mirada atenta. Cuando creyó que había sido suficiente, se retiró con un “buenas noches”. Esa Frida desafiante seguía ahí, intacta. Había pasado meses en cama y había empezado a pintar. La fragilidad de su cuerpo, el corsé en el que la encarcelaron largo tiempo, le había regalado un acto de libertad. Era su cabeza la que le permitía desarrollarse hacia lugares más lejanos, para buscar en lo más profundo de su ser o en lo más ancestral de la mitología azteca de su pueblo para ser libre y transformarse una y otra vez. Su pensamiento, su sentir, su sensibilidad y su arte empezaron a forjar en su cuerpo una resistencia que siempre se traducía en acción.
Volvió, entonces, esta Frida, a ver a Rivera, ahora con sus cuadros. No iba a observarlo; quería que le diera una opinión sobre sus pinturas: “No quiero cumplidos. Quiero las críticas de un hombre serio. No soy ni una aficionada ni una experta. Simplemente soy una mujer que necesita trabajar para vivir”.
Y Diego vio el arte en sus pinturas, la precisión de sus trazos, la profundidad de la mirada, el tacto sensible prolongado en las texturas y en los relieves, el grito oculto en la austeridad de los rasgos… y vio a la mujer escondida detrás del lienzo, protegida tras el marco, y quiso más.
Entonces atravesó el portillo de la casa de Coyoacán para ver el resto de su obra, para conocer a esa mujer a la que le llevaba 20 años, para flirtear como un adolescente frente a la mirada de su madre y de su padre.
“Señor, quiero avisarle. Frida es una chica inteligente, pero tiene un demonio escondido”, le dijo el padre de Frida días antes del casamiento.
“Lo sé”, contestó Diego. Y casi dijo: “y por eso me caso”. El demonio de Frida eran su humor negro y su carácter: ella fue determinación, ardor y sinceridad absoluta.
Habrá que acercarse a este amor de toda una vida, de idas y venidas, de infidelidades y alejamientos si se lo mira como un amor que creció de la mano de una revolución transformadora. En un extenso relato sobre Diego, Frida cuenta: “Yo me imagino que el mundo que él quisiera vivir sería una gran fiesta en la que todos y cada uno de los eres tomara parte, desde los hombres hasta las piedras, los soles y las sombras: todos cooperando con su propia belleza y su poder creador”; en la construcción de ese mundo se unieron y pusieron el arte a disposición. Y mientras luchaban por concretarlo, en el camino, trataban de construirse como nuevos seres con nuevas maneras de relacionarse, alejándose, incluso, de la moral severa que regía en el Partido Comunista al que ya pertenecían: intentaban la libertad de pareja y el alejamiento de sentimientos de posesión, construían un matrimonio de piezas separadas, se potenciaban en el devenir artístico, aconsejándose y criticándose con respecto y sin competencia.
En esa transformación también dejó atrás Frida la ropa negra y sobria para llenarse de los colores amerindios de su país. A partir de ese momento, llevaría el “traje de las mujeres seguras de sí mismas” del Istmo de Tehuantepec, una región del suroeste de México con fuertes tradiciones matriarcales. Un vestido similar al que había usado para su primer casamiento con Diego, prestado por la criada india de su madre y su padre.
El segundo casamiento, 11 años después, encontraría a Frida imponiendo reglas más estrictas: ella se mantendría con el dinero de su trabajo y no tendrían relaciones sexuales, un acto de libertad ante el dolor que le provocaban las aventuras de Diego.
Pero es en el arte donde no tienen dudas; en el arte y en la revolución: en su mural Balada de la Revolución, que Rivera realizó en el Ministerio de Cultura, su Friducha aparece repartiendo armas junto a Tina Modotti, Julio Antonio Mella y David Alfaro Sequeiros. Tampoco dejaba de verla como la mayor representante del arte popular: “Entre los pintores cotizados como tales en la superestructura del arte nacional, el único que se liga estrechamente, sin afectación ni prejuicio estético sino, por decirlo así, a pesar de él mismo, con esta pura producción popular es Frida Kahlo”, declaraba.
Para J.M. Le Clezio, autor de Diego y Frida. Una gran historia de amor en tiempos de la revolución, la potencia de este amor estalla en la búsqueda conjunta de la belleza sagrada: “Diego y Frida consagrarán toda su vida a la búsqueda de ese ideal del mundo amerindio. Es ese ideal el que les da su fe revolucionaria, y el que hace brillar entonces, en el centro de un país asolado por la guerra civil, el esplendor único del pasado como una luz que atrae las miradas de toda América y simboliza la promesa de una nueva”.
Y es el cuadro El abrazo de amor de El universo, la tierra (México), Yo, Diego y el señor Xólotl uno de los más representativos de esta búsqueda. Frida lo pintó en 1949, en una habitación de su casa familiar de Coyoacán. Esa casa era su refugio. La había transformado en su “Casa Azul”, con el color índigo de los templos aztecas. Ese día llovía y las ventanas estaban entornadas para que el agua no se escurriera por las paredes: “Como escribí un día, mi Diego,‘entre todas las mujeres, yo quisiera siempre tenerlo en brazos como a su niño recién nacido’, así te pintaré esta vez. Mi niño gordo, niño sapo, mi constructor, mi principio. En mis manos te arrullaré como al niño que no tuve, protegidos por la diosa de la tierra, Chiuacoatl, con mi corazón que estalla en sangre, con tus manos que portan el fuego de la vida y de la revolución, con mi noche y mi día, mis principios duales de la vieja mitología de armonía y completitud. Y mi perrito Itzcuintli, el señor Xòlotl, nos protegerá, será el que nos transporte en sus espaldas hasta el mundo de los muertos, a través de las nueve corrientes subterráneas para resucitar. Porque la muerte no es más que un paso en la vida, la posibilidad de un nuevo inicio. Como nuestro amor, muerto y resucitado una y mil veces”.
Con los pies en la tierra (mexicana)

Es 1932 y Frida compaña a Diego Rivera a San Francisco, Detroit y Nueva York. El muralista tenía ofertas para pintar en el país vecino en una época en que México se encontraba con una gran recesión económica. La persecución hacia comunistas les alejaba de la acción política. A Diego, además, lo deslumbraba el avance industrial y creía, contra el pensamiento de sus compañeras y compañeros, que había que intervenir en las entrañas mismas de la gran metrópoli imperialista para llevar al pueblo a sus paredes; lo tentaba, por qué no decirlo, el reconocimiento social que obtenía en cada mural. A Frida todo eso le parecía una “paparruchada”, no le veía la gracia a esa ciudad fría y sucia, aunque todavía no se valoraba como artista y deseaba acompañar a Diego. Eran épocas de felicidad conyugal. Pero Diego tenía mucho que hacer y Frida se aburría y se aislaba de esa sociedad que veía frívola y pretensiosa.
En una de sus cartas al doctor Eloehser, uno de los pocos médicos con los que entablara una relación profunda, de amistad y de gratitud, le cuenta: “La hig society de aquí me cae muy gorda y siento un poco de rabia contra todos estos ricachones (…). Es espantoso ver a los ricos haciendo de día y de noche parties, mientras se mueren de hambre miles y miles de gentes. Me irrita que la cosa más importante en Gringolandia sea tener ambición, lograr convertirse en ‘alguien’ y francamente yo no tengo la menor ambición se ser alguien, desprecio su orgullo, y ser la gran caca no me interesa para nada”.
Rivera elogiaba -no tan abiertamente como hubiera- querido a un Henry Ford que era rey y señor de la industria, mientras Frida ironizaba en una reunión, conociendo el feroz antisemitismo de Ford: “Disculpe, señor, ¿usted es judío?”.
Es, también, para Frida, el doloroso tránsito de uno de sus abortos espontáneos. Las quebraduras en su cadera, su columna débil, un ensanchamiento genético, le decían que no a la posibilidad de ser madre. Pero cuando el doctor le recomendó no tener a ese hijo, Frida peleó para torcer el destino. Con más de tres meses de gestación, una noche de espanto perdió a su bebé entre ríos de sangre. Sobre el suceso pinta uno de sus cuadros más desgarradores, el hospital Ford, donde expone su sufrimiento y los desglosa, en esa “poesía agónica”, como definió Diego la pintura de esa época.
Estados Unidos era definitivamente una tierra hostil. Su madre agonizaba en la casa de Coyoacán, y a Frida le llegaba el aliento de la muerte, el olor de los recovecos en las calles de su aldea, el amor de sus amigas y amigos, el tronar de la música en las tabernas nocturnas, las voces de las indias vendiendo en el mercado. El proceso de aislamiento y de soledad le había provocado el encuentro con la profundidad interna que renacía en forma de símbolos; había llegado en esa etapa ya a los secretos que están del otro lado de la realidad.
“Lo escribo, lo charlo con mis pocos amigos de acá; pero el rechazo que me genera esta ciudad monstruo es mayor; sin embargo acá estoy y acá me quedaré por un tiempo porque Diego está trabajando bien y no quiero estar lejos de él… Así, tironeada entre estos dos países será mi Autorretrato en la frontera entre México y los Estados Unidos. Ahí yo, sobre un pequeño pedestal, vestida para una partie, de esas que tanto gustan los pinches gringos pero con la bandera de mi país, con mi país afuera y adentro: mi México de pirámides aztecas, con sus ruinas precolombinas, las figuras de mis dioses, el color de sus flores carnosas, todo fruto y raíz, vida y colores. Estarán en su cielo el sol y la luna, o como el mito azteca basada en el equilibrio que genera la guerra permanente o ese dios blanco, Huitzilopochtli, y su contrincante, Tezcatlipoca. En esta ciudad, en cambio, en el cielo no se ven los astros, las máquinas envenenan todo con su humo; las máquinas, la civilización, el progreso y todo para qué, a costa de qué, si esos edificios descoloridos no dejan ver el horizonte, si las máquinas se chupan de la tierra todo el nutriente y la vida, producen en serie y ya no ven lo original de cada figura hecha con las propias manos, pinche Gringolandia”.
La estadía en tierra norteamericana llegaba a su fin: Diego, como tantas otras veces, debía irse casi expulsado. El gran mural que estaba realizando en el centro Rockefeler era censurado. Para escándalo de sus mecenas, el obrero del centro del fresco tenía la cara de Lenin. Había que taparlo, debía borrar la huella de los pensadores y hombres de acción de un comunismo como una lanza en el corazón del capitalismo. Y esta vez era Frida quien hablaba, quien le decía que no, que no podía borrar eso, que mejor irse, dejarlos con sus murales y su falso amor por el arte Mexicano. Diego escuchó y decidió marcharse, sin dejar de decir que “su mujer y Marx le han curado del imaginario resplandeciente y gratuito de su periodo barroco”.
Convenciones para romperlas

Es París y es 1939. Frida es invitada a la exposición de surrealismo. Había conocido a André Breton en la época en la que con Diego dieron refugio a Trotsky en la casa familiar de Coyoacán. Breton estaba fascinado con la obra de Frida y convencido de que se encuadraba perfectamente dentro de la corriente surrealista. A Frida, Breton le parecía demasiado teórico y no le gustaba hablar en esos términos de su obra, tan cercana a sus sentires y a sus vivencias para hacerla entrar por la fuerza en una estructura determinada.
Pero el lazo había sido fraterno y Frida partió a París con sus cuadros. La exposición fue un éxito en cuanto a su reconocimiento como artista: Kandinsky la estrechó con lágrimas en los ojos, Joan Miró se acercó para darle un abrazo de admiración, Picasso le escribió a Rivera para contarle: “Ni tu ni Derain ni yo somos capaces de pintar una cara como las de Frida Kahlo”.
Pero a Kahlo el reconocimiento la tenía sin cuidado. Su arte era parte de su pulsión de vida, y no veía necesario andar explicándolo a cada rato. No cuadró con los surrealistas. La bohemia parisina no encajaba en su andar de provinciana sencilla y de humor corrosivo; además, la lluvia que no cesaba…
En una carta al fotógrafo inglés, Nick Muray, le cuenta: “Son tan jodidos intelectuales podridos que no puedo soportarlos. Realmente son demasiado para mí. Antes prefiero sentarme en el mercado de Toluca, para vender tortillas que tener algo con esos imbéciles ‘artísticos’ de París (…). Valía la pena venir hasta aquí para comprender por qué Europa está pudriéndose, por qué todos esos incapaces son la causa de todos los Hitler y los Mussolini”.
Los surrealistas veían a Frida como parte de su corriente sin entender que en México el surrealismo es parte de lo cotidiano, la sangre de tantas muertas y tantos muertos inundando plazas y calles, mezclada con los colores de las tradiciones indias, la fantasía y la realidad bailando al compás; en Frida todo es menos psicoanalizado y más sincero que en la corriente clásica.
En lo que tal vez veían esa escritura automática llevada a la pintura, sin frenos conscientes, en Frida era la cruda realidad a secas. Y había que estar preparado para hacerle frente a tanta verdad. Por la misma época Clare Luce, la editora de la revista Vanity Fair, le encargó un trabajo: su amiga Dorothy Hale, una actriz a la que Frida había conocido, acababa de suicidarse, y quería regalarle una pintura a su pobre madre.
“Tanto y tanto intelectualizar la pintura… la pintura no se explica, se siente, se huele, te entra por los poros y te retuerce los huesos, te eriza la piel y corre ardiente por las venas. Será para Dorothy el cachetazo de la realidad. Será un cuadro a la manera de un retablo, esas ofrendas o recordatorios anónimos de los artistas profanos, tan populares en mi país. Será Dorothy desde lo alto de la torre, con su vestido de fiesta de terciopelo negro y sus flores amarillas en el ojal. Será Dorothy en el aire, sintiendo en el cuerpo el vértigo de la caída, el aliento de la muerte frío en su cuello, la vida pasar fugazmente frente a sus ojos, un último instante de arrepentimiento tal vez, la certeza de que ya es tarde. Y será Dorothy estrellada en el piso, la sangre corriendo por la acera, la mirada inerte, el último grito ahogado por el impacto. Y entonces, sí, la inscripción del retablo…”.
Para Clare, Frida había llegado demasiado lejos: “¿Qué iba a hacer yo con este escalofriante cuadro del cadáver estrellado de mi amiga, con su sangre goteando por todos lados? (…) Ni siquiera a mi más encarnizado enemigo le habría yo encargado pintar un cuadro tan sangriento”, dijo sobre la obra.
No había caso con Frida: ni intelectuales, ni artistas, ni periodistas de revistas de moda se pondrían de acuerdo con ella ni con lo que el arte representa, pero ahí estaba otra vez, sin ganas de encasillarse…
En 1942 fue su oportunidad de incursionar en el mundo de la docencia, y, claro, su oportunidad para no atenerse a las reglas tradicionales en la materia. La Escuela de arte a la que llamaban “La Esmeralda” fomentaba una pedagogía popular y libertaria. Uno de los principios consistía en dar clases fuera del aula, sacar a las alumnas y a los alumnos a las calles, beberse México y su cotidianeidad. Y allá fueron a pintar la Pulquería La Rosita, en Coyoacán, una taberna en la cual solo se servía el pulque, una bebida popular. Cuando empeoró la salud de Frida, las alumnas y los alumnos llegaban a su casa para continuar con las clases. Así fue como un pequeño grupo creó “Los fridos” y cuentan sobre su pedagogía de enseñanza: “No decía ni media palabra acerca de cómo debíamos pintar, ni hablaba del estilo como lo hacía el maestro Diego Rivera (…). Fundamentalmente, lo que nos enseñaba era el amor por el pueblo y un gusto por el arte popular”.
¿Mujer qué…?

Es 1935 y es Frida ante el dolor de la traición de su esposo y su propia hermana. Un dolor silencioso que es el sufrimiento de la mujer mexicana de la época. Y es una noticia que la atraviesa hojeando un diario: Una mujer había sido asesinada por su marido, quien se había defendido ante el juez diciendo: “Pero si solo fueron unos cuantos piquetitos”.
Y Frida pinta, una vez más, ella y la del diario, asesinadas…“Habrase visto semejante desparpajo del autor del crimen. Asesinar a su mujer y decir que solo fueron ‘unos cuantos piquetitos’, como si no fuera matar eso, como si su mujer fuera una cosa a quien se puede agredir y pasársele un poquito la mano…
Ahí estará ella yaciendo sobre la cama. La sangre que brota de los numerosos tajos lo inundará todo. El tendrá la mirada distante, la mirada sobradora de quien no se arrepiente. Limpiará su cuchillo con un pañuelo blanco. Las palomas, irónicos símbolos de una paz que no existe, sostendrán el nombre del cuadro. La sangre brotará y salpicará todo, el marco estará todo manchado de ella. ¿Dónde está el asesino si la sangre llegó hasta el marco? ¿Quién limpió su cuchillo ahí? ¿Será usted, que está observando, seré yo, seremos nosotros, con nuestro silencio cómplice, dadores de muerte?”.
Muchos años atrás, Frida realizaba una exacta denuncia de femicidio. Sin embargo, las feministas tardarían algo más en tomar su obra como bandera, entre 1960 y 1970, con las luchas revolucionarias latinoamericanas. Y hasta la actualidad, las artistas reconocen que sin Frida no hubiera sido posible hablar del cuerpo femenino de otra manera. Allí estaba ella para decir lo que muchas mujeres no podían en una sociedad mexicana en la que no tenían lugares de visibilidad. Frida encontró una nueva manera de hablar de la mujer y su cuerpo: contra las curvas voluptuosas, la sobriedad de su cuerpo mutilado; contra las redondeces de la maternidad, cuerpos sangrantes, abortos y suicidios; contra la calidez del bebé acunado, los elementos del hospital en relieve para exorcizar la pena de un aborto; contra la maternidad incondicional, la frialdad de una ama de leche al hacer su trabajo; contra el mandato social de la familia, mujeres desnudas acariciándose con ternura.
Era época y sociedad de mujeres invisibles, y en ellas buscaba su voz la pintura de Frida. Mujer de pueblo, pertenecía a una clase en la que las mujeres habían aprendido a callar, a postergar sus deseos, a no mencionar sus pesares y sus molestias. Frida poseía una profunda intuición parida de sus sufrimientos y era su cuerpo roto y expuesto sin tabúes el que representaba todos esos otros cuerpos sufrientes, con años de olvido y sumisión. Su gran transgresión fue no haberse quedado en el dolor de la diferente, de la “pata de palo”, de la lisiada, y exponer su cuerpo herido para saltar los límites de lo posible y llevarlos a la simbolización de un cuerpo pleno, sensual y alegre.
Un cuerpo que se entregaba íntegro al amor. Un amor que la hacía renacer en cada amante, por eso por qué preocuparse si de mujeres u hombres se tratara: amar y ser amada con locura, un nuevo acto de libertad. Y como en todo, Frida inventaba lenguajes nuevos para escribir su amor. Al dibujante catalán le decía: “Siento que te quise siempre, desde que naciste, y antes, cuando te concibieron. Y a veces siento que me naciste a mí”.
O al cantante Carlos Pellicer le regalaba una palabra parida de sus sentimientos: “¿Se pueden inventar verbos? Quiero decirte uno: Yo te cielo, así mis alas se extienden enormes para amarte sin medida”.
O los versos llenos de erotismo para su esposo: “Diego: Nada comparable a tus manos ni nada igual al oro verde de tus ojos. Mi cuerpo se llena de ti por días y días. Eres el espejo de la noche. La luz violenta de los relámpagos. La humedad de la tierra. El hueco de tus axilas es mi refugio. Mis yemas tocan tu sangre. Toda mi alegría es sentir brotar tu vida de tu fuente, flor que la mía guarda para llenar todos los caminos de mis nervios, que son los tuyos”.
Renacer siempre

Es verano, es 2 de julio de 1954 y de Guatemala llegan noticias: la CIA impone un régimen reaccionario encabezado por el general Castillo Armas. Una multitud de mexicanas y mexicanos saldrían a la calle para protestar y solidarizarse con el pueblo guatemalteco. Frida quería estar ahí, en las calles. Como lo había hecho en 1936, en todas las manifestaciones en apoyo a los republicanos durante la Guerra Civil española; o más atrás, en 1929, el primero de mayo, cuando marchaba con Diego, Javier Guerrero y las compañeras y compañeros del Sindicato de Pintores y Escultores a paso firme, mirada encendida.
Los últimos años han sido duros para Frida. Se sucedieron ocho operaciones en un puñado de meses, la amputación de su pierna derecha, la morfina y el alcohol, que menguaban los dolores y el cansancio.
La precisión en el detalle de sus pinceladas empezó a desdibujarse en trazos gruesos, las naturalezas muertas reemplazaron a los rostros-máscaras. La ausencia de la fuerza política que tendrían sus obras la atormenta: “Tengo mucha inquietud en el asunto de mi pintura. (…) Sobre todo por transformarla para que sea algo útil… pues hasta ahora no he pintado sino la expresión honrada de mí misma, pero alejada absolutamente de lo que mi pintura pueda servir al partido. Debo luchar con todas mis fuerzas para que lo poco de positivo que mi salud me deje hacer sea en dirección a ayudar a la revolución. La única razón real para vivir”.
El marxismo surge como una fuerza que todo lo arrasa, su amor al partido y a los héroes de la revolución pasan a ser el centro de su arte. ¿Por qué se acerca al Partido Comunista con un fervor renovado? ¿Por qué pinta un cuadro de Stalin a la manera de los exvotos como dios y mártir, a pesar de la corrupción del poder que ostentaba y de la traición del ideal comunista que ya había denunciado Trotsky años atrás?
Cuando Frida pintó el cuadro Moisés o Núcleo solar, en una de las pocas ocasiones en las que aceptó describir una obra, contó: “Lo que quise expresar más intensa y claramente fue que la razón por la que las gentes necesitan inventar o imaginarse héroes y dioses es el puro miedo. Miedo a la vida y miedo a la muerte”. Tal vez esa cercanía de la muerte la llevara a endiosar a quienes siempre había considerado hombres forjadores de la revolución. Stalin era, para Diego y Frida, el reflejo del campesino mexicano, una imagen popular que nunca pudieron desdibujar.
Y Frida necesitaba creer: todo por lo que había luchado durante su vida tenía que ser posible. Su arte se desdibujaba en líneas temblorosas, el amor se escurría en el cansancio de las postraciones. Una vez más, el impulso iba hacia el deseo colectivo, hacia la concreción del mundo amerindio en equilibrio, parido por campesinas y campesinos, indias e indios y trabajadoras y trabajadores del mundo.
Era verano ese 2 de julio, pero Frida temblaba. Sufría de una infección pulmonar y era un riesgo que saliera a la calle en esas condiciones. Diego se lo recordaba, la enfermera le insistía. Pero si Frida lo había decidido, no había quien la convenciera de lo contrario. Tal vez intuyera que sólo diez días más sobreviviría a la bronquitis, que su estado empeoraría hasta llevarla a la muerte. Pero allí estaba, otra vez, en movimiento; su cuerpo como bandera; el reflejo de la mirada ardiente; el límite como posibilidad para trascender hacia un lugar inexplorado; el perro Xólotl que la transporta sobre sus espaldas hacia el ocaso, por el espiral de las nueve corrientes subterráneas, hacia el mundo de las muertas y muertos, donde podrá resucitar, una y cientos de veces, en la completitud de su arte.