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Hay algo que se vuelve cada vez más frecuente en los espacios que abordan masculinidades: la figura del varón “engañado” por el patriarcado. El que fue educado para no sentir, para competir, para dominar, y ahora paga el costo emocional de ese mandato. Un varón que se narra a sí mismo como víctima del sistema que él mismo reproduce. Un sujeto herido. Desvinculado. Abandonado. Roto.

Por Martín Miguel Di Fiore*

Y sí, duele. Claro que duele. El precio de sostener la masculinidad hegemónica es altísimo. El silencio, la rigidez, el aislamiento afectivo, la represión del llanto, la homofobia interiorizada, son formas de mutilación subjetiva. Pero no podemos permitir que el relato del varón dañado tape el análisis de la violencia que ejerce. No podemos correr el riesgo de borrar a quien fue dañado por él: la mujer, la niñez, el otro varón feminizado, el cuerpo disidente.

Ese varón al que se nombre como víctima del patriarcado también llega a los dispositivos grupales. Llega a los consultorios, a las entrevistas con equipos interdisciplinarios, a los espacios de escucha clínica, muchas veces con la narrativa del abandono o de la imposibilidad de entender lo que “le pasó”. Es aquí donde la propuesta de Carrasco[1] sobre la violencia misógina ofrece una ampliación crucial. Ella sostiene que es necesario “fortalecer los niveles de alerta en lxs distintxs actores sociales del área de salud y promover la detección temprana, ampliando el campo de indagación a toda la población”. En este marco, el desafío es no sólo preguntar por la victimización de las mujeres -como se ha venido promoviendo- sino también dirigir interrogantes hacia los varones, indagando su responsabilidad en el circuito de la violencia.

No se trata de obtener confesiones ni de esperar respuestas afirmativas. Se trata de interrumpir los automatismos, de habilitar preguntas que irrumpan en los relatos cristalizados, que desestabilicen la narrativa del varón como mero sufriente. En cualquier espacio de intervención -sea terapéutico, judicial, educativo, territorial o institucional-, incluir preguntas que señalen la posibilidad de ejercer violencia no es una práctica ingenua, pero sí necesaria. Como advierte Carrasco, estas preguntas no buscan verdades reveladas, sino producir un movimiento subjetivo, una incomodidad, una fisura en el guion habitual. Son preguntas que interpelan los usos cotidianos y privados del poder, y que ubican a quien las recibe en una escena que no esperaba: la de ser mirado como alguien que podría haber dañado.

La observación de cómo responde a esa pregunta -más que la respuesta en sípuede constituir un insumo valioso para el trabajo interdisciplinario. No se trata sólo de lo dicho, sino del tono, del cuerpo, del gesto, del silencio. En ese registro sutil puede aparecer un indicador de alerta. Y es desde ahí donde otros dispositivos —como los psico-socio-educativos— pueden retomar esa señal y transformarla en trabajo. Por eso, incomodar es una forma de cuidar. Hacer lugar a la incomodidad del varón no para condenarlo, sino para implicarlo. Porque no hay posibilidad de transformación sin tensión, sin pregunta, sin riesgo.

Por eso, la escena del varón que llora en el campo de trabajo, no puede sellarse con un “por fin se abrió”. Es preciso preguntarse: ¿a qué abrió ese llanto? ¿Está nombrando su dolor o nombrando el daño que hizo? ¿Está pidiendo asistencia o impunidad? ¿Está construyendo una narrativa de sí que permita reparar o una escena que exige compasión sin transformación? .Hay un gesto peligroso -y cada vez más extendido- de romantizar al varón que sufre sin preguntarle qué hace con ese sufrimiento. ¿Lo transforma? ¿Lo comparte? ¿Lo vuelve reparación? ¿O lo desplaza, lo expulsa, lo convierte en agresividad?

Hay un gesto peligroso -y cada vez más extendido- de romantizar al varón que sufre sin preguntarle qué hace con ese sufrimiento. ¿Lo transforma? ¿Lo comparte? ¿Lo vuelve reparación? ¿O lo desplaza, lo expulsa, lo convierte en agresividad?

Porque el dolor no exime. Y la ternura no compensa el daño. El varón puede llorar y, al mismo tiempo, humillar. Puede sentirse solo y usar a sus hijos como objetos. Puede estar perdido y controlar cada movimiento de su pareja. Puede escribir una poesía y desvalorizar la palabra de una mujer en una audiencia judicial. No hay contradicción. Hay poder.

Trabajar con varones implica, entonces, no sólo alojar el malestar, sino tensionarlo. Desarmarlo. Nombrar cómo ese dolor se arma a veces como trinchera para no responsabilizarse. No se trata de negar el sufrimiento del varón. Se trata de no dejarlo allí, en el altar de la compasión ingenua.

Cuando la masculinidad se nombra estafada
Cuando la masculinidad se nombra estafada

Porque cuando la masculinidad se nombra estafada, pero no revisa lo que hizo con esa supuesta estafa, se vuelve un personaje peligroso: el varón que se victimiza para no asumir su violencia.

Y nosotras, nosotres, nosotros -quienes trabajamos con ellos- tenemos la responsabilidad ética y política de corrernos de la empatía sin límites, de los dispositivos que sólo contienen sin interpelar, y de los discursos que explican todo, pero transforman poco.

No alcanza con comprender. Hay que incomodar. No alcanza con alojar. Hay que desmontar. No alcanza con escuchar. Hay que confrontar. Trabajar con varones es también tener el coraje de sostener preguntas incómodas en lugares inesperados. Porque la clínica, la escucha profesional, los abordajes intersectoriales, también pueden volverse trincheras si no están atravesadas por una ética de la interpelación.

Porque si no lo hacemos nosotros, lo hará otra víctima. Y esa escena ya la conocemos.

(*) Abogado litigante en CABA y Provincia de Buenos Aires. Diplomado en violencia económica. Coordinador de dispositivos grupales para varones que ejercen violencia en Asociación Pablo Besson y Municipalidad de Avellaneda. Coordinador de laboratorio de abordaje integral de las violencias en Asoc. Pablo Besson.
Miembro de Retem. (Red de equipos de trabajo y estudio en masculinidades). Integrante de equipo interdisciplinario en evaluación de riesgo y habilidades parentales para revincular o coparentalidad (Asociaciòn Pablo Besson)

Referencia

[1] Carrasco, Liliana Violencia misógina: diseño integral de programas y de sistemas de evaluación / Liliana Carrasco. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Tercero en Discordia, 2022.

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1 Comentarios

  1. Gracias Martín, como siempre excelente artículo!!!

    Abrazo enorme

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