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«Le lavó la cabeza a mi hija/o». Con esta frase, los varones que ejercen violencia en el contexto familiar intentan sintetizar un supuesto agravio, pero en realidad lo que están diciendo es mucho más profundo: una negación de responsabilidades, una estrategia para deslegitimar a la madre, y, sobre todo, la objetivación de sus propios hijos e hijas. Esta expresión, lejos de ser un mero lamento paternal, es una herramienta discursiva que perpetúa dinámicas de poder y violencia.

Por Martín Miguel Di Fiore*

¿Qué revela realmente esta frase? ¿Qué dice del vínculo del varón con sus hijos e hijas? Y, más importante aún, ¿qué tipo de violencia encubre hacia la madre? Cuando un varón que ejerce violencia utiliza la expresión “le lavó la cabeza a mis hijos/as” está hablando desde la lógica de la posesión[1]. En esta narrativa, las niñeces no son personas con pensamientos, emociones y experiencias propias, sino objetos de disputa. Son, para él, un trofeo que siente que le ha sido arrebatado, no por sus propias acciones, sino por una figura manipuladora.

Esta visión deshumaniza a las niñeces, reduciéndose a una extensión de su poder. Es incapaz de reconocer que los vínculos con sus hijos/as pueden deteriorarse por su propia violencia, ya sea física, psicológica o económica. No hay introspección, solo una acusación que convierte a sus descendientes en peones dentro de una batalla de control.

Cuando el padre es Juez y Parte
Cuando el padre es Juez y Parte

Las niñeces, lejos de ser escuchadas, son utilizadas como herramienta para castigar a la madre y perpetuar su dominio, en una clara violencia vicaria. Los sentimientos de los hijos/as hacia el padre —ya sea miedo, rechazo o distancia— son descartados como irreales, producto de una supuesta manipulación externa. Con esta postura, el varón no solo evade su responsabilidad, sino que silencia las voces de las personas en desarrollo.

En este discurso, la madre no es vista como una figura protectora que actúa en defensa de sus hijos/as, sino como una enemiga que debe ser castigada. La acusación de «lavar la cabeza» busca deslegitimarla, no solo frente a las niñeces, sino también frente a la sociedad, las instituciones judiciales y su entorno cercano.

Este tipo de violencia simbólica refuerza una narrativa machista que presenta a las mujeres como manipuladoras y vengativas. Según esta lógica, las madres no actúan por el bienestar de sus hijos/as, sino para «arruinar la relación» entre padre e hijos/as. Este discurso intenta despojar a las mujeres de su rol de protectora y, al mismo tiempo, justificar cualquier acción del varón como una respuesta legítima a una supuesta ofensa.

El castigo hacia la madre no es sólo simbólico. En muchos casos, este tipo de acusaciones se traducen en hostigamiento judicial, en procesos legales desgastantes donde la mujer debe demostrar constantemente su capacidad como cuidadora. La frase «le lavó la cabeza» es, en realidad, un arma para seguir ejerciendo control sobre la mujer, incluso después de la separación, denotando el miedo del varón a perder ese control.

Esta narrativa también es un mecanismo para evadir la responsabilización. Al afirmar que «le lavaron la cabeza» a sus hijos/as, el varón se posiciona como una víctima de una conspiración externa, generalmente orquestada por la madre. Es una estrategia para no enfrentar las consecuencias de sus propias acciones, para no admitir que su violencia ha roto vínculos y generado miedo en sus hijos e hijas.

Cuando el padre es Juez y Parte
Cuando el padre es Juez y Parte

El varón que utiliza este discurso se aferra a una narrativa donde siempre hay un culpable externo. No hay lugar para la autocrítica, para el reconocimiento de que el maltrato, el abuso o el control fueron los factores que deterioraron la relación con sus hijos/as. En cambio, prefiere la comodidad de culpar a otros, perpetuando un ciclo de violencia que daña tanto a las niñeces como a la madre.

Los varones que ejercen violencia de género en la pareja deben enfrentar sus discursos, porque detrás de frases aparentemente inocentes y de apariencia preocupante, se esconden dinámicas profundamente dañinas. Es crucial que estos patrones sean visibilizados y cuestionados, tanto en los dispositivos psico-socio-educativos como en el debate público. Solo así será posible construir vínculos familiares basados en el respeto, la empatía y la igualdad.

Porque los hijos/as no son trofeos. No son peones. Y las madres no son enemigas. Desmontar este discurso es un paso hacia la transformación de las relaciones familiares y el fin de las lógicas de poder que perpetúan la violencia. El problema se agrava cuando esta narrativa encuentra eco en algunos espacios judiciales y legislativos. Bajo el manto de la controvertida teoría de la «alienación parental», algunos jueces y congresos avalan este discurso, relegando a la madre a un rol de sospechosa constante y deslegitimando su capacidad para proteger a sus hijos/as.

Este concepto se ha convertido en una coartada para los agresores, quienes justifican sus conductas y despojan a la madre y a las niñeces de su derecho a vivir libres de violencia. El impacto de estas decisiones trasciende lo individual. Validar este discurso desde las instituciones judiciales refuerza el poder del agresor, perpetúa la violencia en todas sus formas y envía un mensaje social peligroso: la protección de las niñeces puede interpretarse como una manipulación.

El verdadero desafío no es solo desarmar estas lógicas de poder, sino también garantizar que las instituciones dejen de ser cómplices de discursos que perpetúan la violencia. Es tiempo de cortar el ciclo, devolverles a las niñeces sus voces, validando sus emociones, porque las madres no son enemigas, sino protectoras.

 

[1] Sobre ello la Lic. Carmen Umpierrez (2022) dice:  El hombre que ejerce violencia en su intimidad se basa en el principio patriarcal de la posesión. Él es el dueño de todo, de los bienes y de las personas que lo rodean. Por eso la queja es que “lo sacan de su casa”, “le sacan su auto”, “es su familia”, “sus hijos e hijas”, etc. El SU es un determinante posesivo, en el cual el “nuestra/o” tiene un espacio restringido. El lenguaje nunca es inocente, el patriarca es señor y amo de bienes, pero también de personas.

(*) Abogado litigante en CABA y Provincia de Buenos Aires. Diplomado en violencia económica. Coordinador de dispositivos grupales para varones que ejercen violencia en Asociación Pablo Besson y Municipalidad de Avellaneda. Coordinador de laboratorio de abordaje integral de las violencias en Asoc. Pablo Besson.
Miembro de Retem. (Red de equipos de trabajo y estudio en masculinidades). Integrante de equipo interdisciplinario en evaluación de riesgo y habilidades parentales para revincular o coparentalidad (Asociaciòn Pablo Besson)

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