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Violencia de género: emociones y violencias extremas en el tratamiento judicial

Por Diana Maffía*

En este breve artículo quiero pensar un tema tradicional de la filoso­fía que tiene mucho que ver con los estereotipos de género: las emociones. Quiero hacerlo en el contexto de reflexión sobre una forma de violencia muy extrema: el femicidio. Y destacar la paradoja de que una característica tradi­cionalmente atribuida a las mujeres, la emoción, sea el salvoconducto para que los varones no cumplan o disminuyan las penas que corresponden a este delito. Al punto de justificarse como “crimen pasional” la violencia de género extrema que se da en el contexto de una relación sentimental con fuerte anclaje en la posesión. Y de ese modo se usa incluso como atenuante jurídico, pues afecta la responsabilidad y las intenciones.

Versiones más contemporáneas de la emoción revisan su relación con el conocimiento y le dan un lugar relevante en la construcción y validación epistémica. Se discute también la relación de las emociones con los cuerpos y con los géneros. Y se revisa incluso su papel en la ética.

Introducción

En esta ponencia quiero hablar de un tema relevante tanto para la Psi­cología como para el Derecho, propio de la Psicología Forense: las emocio­nes. Es un tema tradicional de la filosofía que tiene mucho que ver con los estereotipos de género. Quiero hacerlo en el contexto de reflexión sobre una forma de violencia muy extrema: el femicidio. Y destacar la paradoja de que una característica tradicionalmente atribuida a las mujeres, la emoción, sea el salvoconducto para que los varones no cumplan o les disminuyan las pe­nas que corresponden a este delito.

Aunque en nuestro país no se logró configurar una figura penal de “femici­dio”, la reforma del Código Penal amplió el agravante del homicidio por el vín­culo, abarcando tanto al cónyuge como al ex cónyuge, o a la persona con quien se mantiene o ha mantenido una relación de pareja, mediare o no convivencia. También se incluyen aquellos homicidios cometidos por odio de género o de orientación sexual, identidad de género o su expresión, así como a una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare violencia de género.

Claramente, no es lo mismo. El femicidio fue pensado como un concepto primordialmente político, como bien lo expresa la definición que en su mo­mento dio Diane Russell al usarlo en el Tribunal Internacional de Crímenes contra las Mujeres en Bruselas en 1976: “El femicidio está en el extremo final de un continuum de terror sexista que incluye una amplia variedad de abusos verbales y físicos como la violación, la tortura, la esclavitud sexual (particular­mente por prostitución), el abuso sexual infantil incestuoso o extrafamiliar, las golpizas físicas y emocionales, el acoso sexual (por teléfono, en las calles, en la oficina y en el aula), la mutilación genital (cliteridectomías, escisión, infibulaciones), las operaciones ginecológicas innecesarias (histerectomías), la heterosexualidad forzada, la esterilización forzada, la maternidad forzada (por la criminalización de la anticoncepción y del aborto), la psicocirugía, la privación de comida para mujeres en algunas culturas, la cirugía plástica y otras mutilaciones en nombre del embellecimiento. Siempre que estas formas de terrorismo resultan en muerte, se convierten en femicidio”.

Como es claro en esta definición, la modificación del Código Civil se ha quedado muy corta. Y la cuenta de femicidios se duplica inmediatamente si sumamos solo las muertes por abortos inseguros. Pero no solo es injusta esta miopía hacia las muchas formas en que las mujeres morimos como con­secuencia de la desigualdad en la significación interpersonal y social; tam­bién es injusto el tratamiento diferencial que mujeres y varones recibimos por parte de la justicia, una vez que nosotras logramos atravesar las muchas barreras específicas que tenemos para ello. Un ejemplo es el uso diferencial en la atribución de emociones a mujeres y a varones, que da como resultado respuestas judiciales diferentes ante los homicidios perpetrados por unos y otras, pero siempre en perjuicio de nosotras.

En la historia de la filosofía, las emociones han sido tratadas como ele­mentos peligrosos que distorsionan la rectitud del conocimiento, que debe estar guiado solo por la razón. También, desde la antigüedad, han sido fe­minizadas y atribuidas como condición característica a las mujeres, consi­derando esta característica una prueba de que estaban privadas de raciona­lidad y por lo tanto no podían ser iguales políticas, ni ciudadanas, ni sujetos éticos autónomos, sino que debían estar siempre bajo tutela de los varones. De hecho, aun cuando se desarrollaron argumentos poderosos contra la es­clavitud, las mujeres y los hijos siguieron siendo “propiedades” del patriarca cabeza de familia.

La epistemología hasta años recientes ha creado condiciones rigurosas de neutralidad en los sujetos de conocimiento; condiciones que no pueden ser cumplidas por quienes por naturaleza tienden a comprometer su subje­tividad y su emocionalidad en su contacto con el mundo y con los otros suje­tos. Por eso las mujeres no fueron admitidas sino hasta hace pocas décadas en los cenáculos de la ciencia.

Esta condición de neutralidad también ha definido el punto de vista moderno del Derecho, haciendo exigible una ecuanimidad en quienes se de­dican a impartir justicia que durante mucho tiempo hizo inaccesible esta función para las mujeres. No solo los códigos han estado redactados por sujetos masculinos y poderosos haciendo eje en sus intereses, sino que la mirada misma de quienes ejecutan su aplicación ha sido tradicionalmente una mirada androcéntrica.

La emoción tiene también una atribución de pasividad que la feminiza aún más y la hace peligrosa desde esa mirada que valora lo neutral y distan­te. Las pasiones nos poseen, somos invadidxs y manejadxs por ellas. Pero curiosamente hay un punto en que las emociones sirven de escudo a los varones: es cuando se justifica como “crimen pasional” la violencia de géne­ro extrema que se da en el contexto de una relación sentimental con fuerte anclaje en la posesión. Y de ese modo se usa incluso como atenuante de la pena, pues afecta la responsabilidad y las intenciones.

¿Cómo es que una característica atribuida a las mujeres que las torna incapaces a los ojos del poder, establece ventajas para los varones bajo esa misma mirada? ¿Y cómo es que cuando son las mujeres las que matan, no se usan esos argumentos como eximentes del castigo? Es un tema que une la filosofía, la psicología y el derecho, y que plantea desafíos a los estereotipos sobre las relaciones entre los géneros, los modelos de pareja y de familia.

Las emociones en el tratamiento filosófico

Las emociones han sido desde la antigüedad un problema que conci­tó la atención de la filosofía, encontrando allí muchas formulaciones que fueron la base de las distintas posturas psicológicas desde fines del siglo XIX, en que la psicología adquiere un estatuto de disciplina independiente. En los últimos cuarenta años se ha acumulado una gran cantidad de datos empíricos recogidos por psicólogos cognitivos y sociales, neurocientíficos, antropólogos y etólogos. Esto ha influido en las formas filosóficas de teo­rizar sobre las emociones y es un gran desafío presente de la disciplina. La filosofía feminista, al agregar una crítica de género a esas teorías y al poner el acento en el compromiso práctico de sus aplicaciones, es el enfoque que quiero compartir aquí.

La primera teoría de la emoción fue planteada por Platón, y la ejempli­fica con el mito del auriga o cochero. El alma es un carro alado tirado por dos caballos, uno blanco y uno negro, y el auriga procura conducirlo con equi­librio. El caballo blanco simboliza la expresión de las emociones positivas del ser humano y el negro las emociones negativas del hombre. El auriga o cochero simboliza la capacidad intelectual, nuestra parte racional.

Si el auriga consigue controlar la pareja de caballos le será posible ele­varse y emprender el viaje necesario para concretar sus sueños más eleva­dos; por el contrario una falta de dominio de la pareja de caballos le hará perder el equilibrio y caer. Pero las oportunidades para elevarse no están bien distribuidas, porque en cada persona predomina uno de tres tipos de alma:

1ª, Alma Racional: es la responsable de las funciones del pensamiento lógico y racional (inteligencia). Platón la sitúa en la cabeza. En la alegoría del carro alado sería el auriga. Y es el alma propia de los filósofos, a quienes en la República destina la conducción de la sociedad bajo la figura del Filósofo Rey.

2ª, Alma Volitiva o Irascible: es la responsable de la voluntad y las emociones (los sentimientos). Platón la sitúa en el corazón. En la alegoría del carro alado sería el caballo blanco. Y es el alma propia de los soldados, a quienes en la República destina la custodia de la Ciudad.

3ª, Alma Apetitiva o Concupiscible: es la responsable de los deseos, de las inclinaciones más elementales y más ligadas al cuerpo. Platón la sitúa en el vientre. En la alegoría del carro alado sería el caballo negro. Y es el alma de quienes tienen funciones ligadas a la materia: los campesinos, los artesa­nos, quienes manejan dinero. Y también de todas las mujeres.

Porque las mujeres, según Platón, están condicionadas por su útero y por lo tanto todas tienen alma concupiscente. Sus funciones en la sociedad dependerán de su determinación biológica. Pero lo que aquí me interesa más: no pueden desarrollar su racionalidad a causa de esta determinación biológica que las aparta de las más altas funciones del conocimiento.

También Aristóteles considera el alma como un compuesto de razón y emoción, considerando que en las mujeres hay una racionalidad disminuida por la excesiva emocionalidad. Emoción y razón, desde el comienzo, confi­guran una dicotomía. Y como el conocimiento se relaciona con la mente y la racionalidad, quedarán en oposición las emociones y los cuerpos. Y quedará así sexualizado: la mente y la racionalidad, con sus atributos (objetividad, 13 14 Violencia de género: emociones y violencias extremas en el tratamiento judicial abstracción y universalidad), son masculinas; el cuerpo y la emocionalidad (junto a la subjetividad, narratividad y particularidad) son, por oposición, femeninas, y son cualidades sin valor epistémico.

Interfaz entre conocimiento y emoción

Considerar la interfaz entre conocimiento y emoción tiene varios abor­dajes. En buena parte de la tradición filosófica las dimensiones de la expe­riencia cognitiva, intelectual o racional han sido consideradas como sepa­radas y superiores a la emocional o sentimental. Paralelamente, se atribuye al conocimiento y la razón un dominio masculino, reservando para el fe­menino, emociones y sentimientos. Durante siglos esta atribución sirvió de justificación para dejar a muchos sujetos, en particular a las mujeres, fuera del ámbito de la educación superior, la política y hasta la evaluación moral de sus acciones, confinándolas al ámbito de lo doméstico, el analfabetismo, la subordinación y la tutela. Así, conocimiento/emoción y masculino/feme­nino conforman una doble dicotomía, exhaustiva y excluyente, junto a otras (objetivo/subjetivo, universal/particular, público/privado, etc.) a la vez je­rarquizadas y sexualizadas. Uno de los términos de este par, invariablemen­te el “masculino”, tiene valor epistémico; el otro, no. Uno de los términos también se identifica con los productos más valiosos de la cultura (la Cien­cia, el Derecho), lo que expresado en términos políticos configura relaciones hegemónicas de poder. Un modo de tratamiento, entonces, es el de conside­rar la relación entre conocimiento y emoción como una dicotomía.

En la filosofía contemporánea, sin embargo, las emociones reciben una atención específica, paradójicamente para hacer una contribución a la comprensión de la racionalidad. Las emociones dan marco a nuestras decisiones de dos maneras importantes. Primero, definen los parámetros tomados en cuenta en cualquier deliberación particular. Segundo, en el proceso de deliberación racional mismo, dejan sobresalir solo una minús­cula proporción de las alternativas disponibles y de los hechos relevantes concebibles. Así las emociones (independientemente de ser ellas mismas consideradas racionales o irracionales) serían importantes para la racio­nalidad, porque rebajan a una medida manejable el número de considera­ciones relevantes para la deliberación racional, y proporcionan el marco indispensable sin el cual la cuestión de la racionalidad ni siquiera podría surgir (De Sousa, 1994).

Un segundo aspecto que –me parece– explica la relevancia que tiene actualmente el tema de las emociones es el desarrollo de los estudios teóri­cos feministas que reclaman una consideración de la valoración que han re­cibido aspectos como la corporalidad (sobre todo, la corporalidad sexuada) y la emocionalidad en relación con la filosofía y la ciencia. Según estos estu­dios, el tomar las diferencias masculinas como paradigmáticamente huma­nas ha impreso en la ciencia y la filosofía un imperativo espurio en cuanto a los modos legitimados de conocimiento.

Nos acercamos así al problema de cómo conocer las emociones, y la diferencia entre un conocimiento de “primera persona” y de “tercera perso­na”. En general, cuando los científicos estudian la emoción, distinguen entre los datos que reciben del sujeto y sus inferencias sobre ellos. Pero debido a que las emociones no siempre son cuantitativamente medibles, o correcta­mente registradas o descriptas por los sujetos, es difícil que se vuelvan un “dato” para la investigación.

Algunas críticas sostienen que la principal razón para negar el es­tudio del sentimiento y la emoción es que los científicos sociales, como miembros de la misma sociedad que los actores que estudian, comparten los mismos sentimientos y valores. Pero no siempre es así, y el reclamo feminista es precisamente que aun cuando se observan mujeres, se les atribuyen características en lugar de recoger sus propias valoraciones. Si se quisiera realizar una sociología de las emociones, primero habría que estudiar qué y cómo piensa la gente sobre ellas, y debería efectuar­se una perspectiva desde el actor sintiente, para que los investigadores consideren la propia definición del actor de sus sentimientos (Schutz & Luckmann, 1973).

Teoría cognitiva de las emociones

Un cognitivista clasificó la cuestión de la emoción como uno de los doce desafíos más importantes para la ciencia cognitiva (Norman, 1981). Ello instó a otros autores (Ortony et al., 1988) a explorar la medida en que la psicología cognitiva podía proporcionar un fundamento viable para el estu­dio de las emociones. Si se puede explicar que la misma cosa pueda ser per­cibida desde perspectivas diferentes –argumentaban– podría explicarse por qué las personas experimentan emociones diferentes en respuesta al mismo acontecimiento objetivo.

Con este enfoque pretenden tender un puente en la disociación entre las teorías cognitivas y las teorías de la emoción. El proyecto consiste en describir cómo se produce una valoración cognitiva de la emoción, cómo se organizan ciertas emociones específicas, y los procesos cognitivos im­plicados en su desencadenamiento; en suma, demostrar que es posible dar cuenta, objetiva y sistemáticamente, de los antecedentes cognitivos de las emociones. Los sistemas emocionales, a medida que se describen, se asocian además a una visión cultural concreta del mundo.

Para acercarnos al tema que nos interesa, el papel de las emociones en la violencia e incluso en las formas extremas como el femicidio: si toda una cultura sostiene el principio patriarcal de que las mujeres son una propiedad de los varones, se justificará que si una mujer le dice a su pareja que va a abandonarlo, o él descubre que quien era “su” mujer tiene ahora otra pareja, dispare en él un sentimiento de furia y un intento violento de recuperación, e incluso una acción de destrucción de aquello que ya no puede mantener como propiedad. “La maté porque era mía” es la frase que resume la justificación. Esta reacción de ninguna manera podría atribuirse en las mismas circunstancias a una mujer, aunque no­sotras seamos primordialmente emocionales, ya que no hay una cultura de propiedad de los hombres por parte de las mujeres que respalde ese efecto.

No hay todavía una medida objetiva conocida que pueda establecer de forma concluyente que una persona está experimentando una emo­ción específica, de la misma manera que no hay forma de asegurar que está experimentando un color específico. Puesto que las emociones son experiencias subjetivas, como la sensación de color o de dolor, la gente que las experimenta tiene acceso directo a ellas, de tal manera que si una persona está experimentando miedo, por ejemplo, esa persona no puede equivocarse respecto al hecho de que está experimentando miedo. Aun­que no se niega con esto que pueda equivocarse en algún aspecto signifi­cativo del mundo que causa su miedo, o pueda no ser capaz de expresar en palabras la emoción.

Esta dificultad debería ser tomada en cuenta para comprender la di­ficultad de las mujeres que sufren violencia para definir exactamente las circunstancias en que experimentan miedo, e incluso terror. Y para com­prender su dificultad para explicar cómo saben que su pareja estaba por agredirlas o que estaban en una situación amenazante y peligrosa de la que debían defenderse. Por el contrario, en los reportes judiciales se señala que no hay pruebas objetivas de las agresiones y que el relato es errático y con­fuso. Y esto, nuevamente, perjudica a las mujeres.

En los informes personales de las emociones, a veces evaluamos el re­lato de otro, si sus emociones son apropiadas o inapropiadas, justificables o injustificables, verdaderas o falsas. Al evaluarlas nos basamos en nuestras propias intuiciones acerca de las condiciones en las que pueden surgir nor­malmente las diferentes emociones. Por consiguiente, en el estudio de las emociones no deja de ser razonable apelar a nuestras intuiciones acerca de qué estados emocionales son producidos ordinariamente por cierto tipo de situaciones. La mirada patriarcal de la justicia, entonces, no es inocente al atribuir razonabilidad a cierto tipo de emociones y no a otras: se legitima un punto de vista dominante.

A la vez que las emociones dan color, profundidad y riqueza a la expe­riencia humana, pueden también causar rupturas espectaculares en el juicio y en la acción. Tales rupturas pueden tener consecuencias profundas y, a veces, terribles para los individuos y para la sociedad. Es lo que ocurre, pre­cisamente, en los llamados “estados de emoción violenta”.

Al intentar comprender a un sujeto, reconstruimos su interpretación de una situación y suponemos que tiene una reacción con valencia (es de­cir, positiva o negativa) ante la situación. La interpretación junto con la re­acción desemboca de ordinario en alguna especie de cambio en el juicio o la conducta del sujeto. Si las condiciones desencadenantes de una emoción han de ser efectivas, el individuo que las experimenta tiene que codificar la situación pertinente de una manera específica. Y puesto que interpretar el mundo es un proceso cognitivo, las condiciones desencadenantes de las emociones incorporan las representaciones cognitivas que resultan de tales interpretaciones.

Las emociones son muy reales y muy intensas, pero, sin embargo, pro­ceden de las interpretaciones cognitivas impuestas a la realidad externa y no directamente de la realidad misma. Es en este sentido que los autores atri­buyen a las emociones una base cognitiva radical y profunda. Que las emo­ciones implican siempre algún grado de cognición no equivale a decir que la contribución de la cognición sea necesariamente consciente. Decir que las emociones surgen de las cogniciones es decir que están determinadas por la estructura, contenido y organización de las representaciones cognitivas y por los procesos que operan sobre ellas.

Las emociones en la biología del conocimiento

Una dirección inversa, y que implica un trasfondo político completa­mente diferente, es la que ofrece en cambio el análisis de Humberto Matura­na sobre las emociones desde la perspectiva de la biología del conocimiento. Maturana opone dos modelos biológicos: el de la competencia y el de la coo­peración, indicando que es la cooperación en la convivencia lo que constitu­ye lo social. Tomar la racionalidad como característica de lo humano es un obstáculo para la comprensión, porque relega la emocionalidad a un aspecto animal. Todo sistema racional –afirma– tiene fundamento emocional. Des­de el punto de vista biológico, lo que connota cuando habla de emociones son “disposiciones corporales dinámicas que definen los distintos dominios de acción en que nos movemos. Cuando uno cambia de emoción, cambia de dominio de acción” (Maturana, 1997, p. 15).

Según esta posición, cuando estamos bajo cierta emoción hay cosas que podemos hacer y cosas que no, y aceptamos como válidos ciertos argu­mentos que no aceptaríamos bajo otra emoción. Todo sistema racional se constituye en el operar con premisas aceptadas a priori desde cierta emo­ción. Maturana rechaza la definición de un fundamento trascendental para lo racional que le diera validez universal. El fundamento emocional de lo racional no es una limitación, sino su condición de posibilidad.

Las emociones están vinculadas con lo social y con el lenguaje. Lo pe­culiar humano reside en el lenguaje y en su entrelazamiento con las emocio­nes. El lenguaje tiene que ver con coordinaciones de acciones consensuales, y por lo tanto está fundado en una emoción particular que es el amor. El amor, dice Maturana, es la emoción que constituye el dominio de acciones en que nuestras interacciones recurrentes con otro/a lo/a hacen un/a legíti­mo/a otro/a en la convivencia. Y sin aceptación del/a otro/a en la conviven­cia, no hay fenómeno social.

Solo son sociales, entonces, las relaciones que se fundan en la acepta­ción mutua. Sin esta interacción, se produce separación y destrucción. Si en la historia de los seres vivos hay algo que no puede surgir en la competencia, eso es el lenguaje. Puede surgir solamente en la coordinación de conductas consensuales surgidas en la operacionalidad de la aceptación mutua. Habrá relaciones humanas no basadas en el amor, pero no serán relaciones sociales.

Por lo tanto, para Maturana no todas las relaciones humanas son so­ciales, y tampoco lo son todas las comunidades humanas, porque no todas se fundan en la operacionalidad de la aceptación mutua. Si decidiéramos aplicar esta observación a nuestro entorno social e incluso a la vida familiar y de pareja, a la existencia de un lenguaje compartido, a la verdadera rele­vancia de la presencia de cada persona en esa pequeña comunidad, podría­mos ver que en ciertas ocasiones no podemos calificarlas como humanas. Y la violencia es precisamente la contracara de ese lenguaje compartido.

Puede argumentarse que así como la falta de capacidad perceptual puede ser una desventaja en el intento de negociar con el mundo, similar­mente una falta de respuestas emocionales adecuadas puede obstruir nues­tro intento de ver correctamente el mundo y actuar correctamente en él (Nussbaum, 1990). Prestar atención a las emociones, entonces, lejos de ser una debilidad, evita fallas cognitivas y morales.

Estrechamente relacionada con la reluctancia a reconocer aspectos cognitivos de la emoción, y con su consecuente vinculación con lo femenino, está la cuestión de la pasividad. La pasividad tiene una relación ambigua con la subjetividad. En un aspecto, marcados por la mala reputación de las “pa­siones” que se apoderan de nuestra conciencia contra nuestros deseos, los filósofos han considerado la pasividad de las emociones como evidencia de su subjetividad. En otro aspecto, sin embargo, en los últimos años los filó­sofos han notado que la pasividad de las emociones es a veces precisamente análoga a la pasividad de la percepción.

Teoría fenomenológica de las emociones

Podríamos pensar que un abordaje fructífiero para el análisis de las emociones lo constituye la fenomenología, por su estrategia subjetivista, su reconocimiento de la intencionalidad y su protagonismo del cuerpo. Sin embargo, las emociones solo recientemente han sido de interés para la feno­menología. Para Welton, una distinción sumamente importante introducida por Husserl es la que existe entre el “cuerpo físico” (Körper) y el “cuerpo vivido” (Leib), entre el cuerpo bajo la descripción científica objetivante y el cuerpo bajo una descripción experiencial. Lo genial de la noción fenome­nológica de cuerpo vivido –dice– es que genera la noción desde la experi­mentación del cuerpo. Su morfología surge no solo por la familiarización del infante con la imagen visual de su cuerpo, sino más básicamente con sus superficies sentidas al tacto (Welton, 1998). El hecho de que en su compila­ción de trabajos fenomenológicos sobre el cuerpo Welton haya seleccionado muchas teóricas feministas, y esta distinción entre la cualidad visual (típi­camente masculina) y la táctil (típicamente femenina) para desarrollar dos versiones diferentes de corporalidad, muestra cómo la filosofía feminista ha permeado con sus preocupaciones el campo intelectual contemporáneo.

Con el cuerpo vivido, la fenomenología descubre un terreno escondido, un campo no sintetizable de significación, que da cuenta de la encarnación del pensamiento; muestra cómo el conocimiento encuentra sus raíces en lo que no puede ser encerrado en el círculo de sus propias reflexiones. Pero tanta ganancia vino con un costo. La deficiencia primaria de la noción fenomeno­lógica del cuerpo es que no estuvo en condiciones de hacer justicia al elusivo dominio de los sentimientos, a las pasiones, a lo que Freud durante este mis­mo tiempo hubiera planteado como el problema del eros. La explicación de la afectividad se centró alrededor de la disputa de la naturaleza de una estética trascendental, y así fue circunscripta por las preocupaciones de la epistemolo­gía. Tenemos el cuerpo en un registro experiencial, pero aún no fue aprisiona­do en el conflicto de los deseos, ni agobiado por sus propias pasiones.

La revalorización epistémica de las emociones nos permite entonces profundizar sobre su complejidad, pero no borran totalmente el antagonis­mo clásico entre razón y emoción y su papel de obstáculo epistémico. Para ilustrar esta permanencia quisiera analizar una aplicación jurídica de este concepto que tiene actualidad y relevancia, ya que se encuentra en uno de los focos críticos del feminismo jurídico por la desigual distribución por género en la valoración de su incidencia: el llamado “estado de emoción violenta”.

La “emoción violenta” y el tratamiento judicial de los femicidios

El estado de emoción violenta se usa como atenuante en muchas cau­sas penales, incluso en los femicidios, porque se supone que hace perder al sujeto el pleno dominio de su capacidad reflexiva, y que sus frenos inhibito­rios están disminuidos en su función. No estamos hablando de una profun­da alteración de la conciencia, que conduciría a la inimputabilidad, puesto que el homicidio emocional no deja de ser un homicidio doloso, aunque los recuerdos de las circunstancias que rodean el hecho puedan aparecer, a ve­ces, confusos.

Aquí importa mucho el punto de vista de la psiquiatría forense. Para los peritos la emoción tiene importancia fundamental, en especial por su aplicación en los juicios pues se la invoca en la psicogénesis de muchos de­litos contra las personas.

Según la Enciclopedia Jurídica, la dinámica de la delincuencia recono­ce tres tipos de emociones:

  1. a) Emoción fisiológica: provoca perturbación de la capacidad de sínte­sis, puede haber inhibición voluntaria y tendencia al automatismo. Si bien no existe amnesia, puede haber memoria imprecisa. Su invocación se reali­za, en especial, en falso testimonio y en algunos delitos culposos.
  2. B) Emoción violenta: tiene una intensidad mayor que la anterior pero tampoco llega a suprimir la conciencia ni la memoria. La memoria presenta trastornos trascendentes como falta de nitidez y lagunas, es decir, hay hi­pomnesia irregular y a veces progresiva. Provoca mayor tendencia al auto­matismo y a las conductas impulsivas.
  3. C) Emoción patológica: produciría inconsciencia fugaz; perturba la vo­luntad, el juicio y la inteligencia en forma grave. Hay amnesia de iniciación brusca y que abarca la totalidad del acto. Necesita una base constitucional y un factor determinante. Se pierde el control inhibitorio, se exalta el auto­matismo, hay descarga motriz y el sujeto puede sentir depresión posterior.

Si peritos y jueces no tuvieran permanentes prejuicios y estereotipos de género, esta clasificación no merecería reproches. Pero en los homicidios conyugales o de otras parejas imputados a varones y a mujeres, las atenuan­tes de emoción violenta, las llamadas “circunstancias extraordinarias” que se ponen en consideración, de ningún modo son iguales en la valoración de la Justicia, lo que pone en duda su imparcialidad y acentúa la sospecha de las funciones de control.

La contundente prueba de esta aplicación androcéntrica del Derecho se encuentra en la investigación realizada por Marcela Rodríguez (abogada especialista en derechos humanos) y Silvia Chejter (socióloga especializada en análisis de fallos judiciales), expuesta en el libro Homicidios conyugales y de otras parejas. La decisión judicial y el sexismo.

Las investigadoras ponen bajo la lupa feminista los sesgos de género (sin desconocer los de clase y raza, también presentes) que configuran la dimensión sexista de las prácticas judiciales. Se proponen “identificar los hechos que los tribunales construyen y seleccionan como relevantes; las pruebas producidas en el juicio y su apreciación, entre estas, los peritajes y su valoración o descalificación; la coherencia o la contradicción de las ar­gumentaciones desarrolladas por los jueces; los registros de historiales de violencia, cómo se la nombra y cómo se la valora u omite; y la relación entre todas estas dimensiones y la conclusión de los casos y la determinación de las penas” (Parte I, Introducción, p. 3).

Rodríguez y Chejter analizan un corpus importante de sentencias y en­cuentran sesgos sexistas en diferentes momentos del proceso judicial:

  1. En la etapa de la construcción, determinación y fijación de los he­chos, lo que se constituye como relevante y lo que se omite. Esto es crucial para la decisión judicial posterior, y tiene sesgos como negar el historial de violencia previo, lo que les hace describir como lesiones lo que las mujeres describen como un intento de homicidio.
  2. La apreciación y valoración de la prueba. Se descartan los testimo­nios de las mujeres y se minimizan y desacreditan los de los testigos que aportan.
  3. La elección de las normas jurídicas. Por ejemplo, algunos jueces consideran que no debe aplicarse el homicidio calificado por el vínculo porque la pareja no convivía al momento del hecho. Incluso cuando el motivo de esa no convivencia fuera una medida de exclusión del hogar, o cuando a pesar de la separación de hecho el agresor tenga una pre­sencia constante allí.
  4. La interpretación de las normas. Allí, dicen las autoras, se corrobora la crítica legal feminista contra la presunción de que quienes interpre­tan y aplican las normas lo hacen de una forma abstracta, imparcial, objetiva, desde un punto de vista neutral y no genérico. Por el con­trario, las sentencias reflejan el punto de vista masculino incluso en el despliegue de criterios y argumentación jurídica por parte de los operadores del derecho. Se evidencia la existencia de prejuicios y es­tereotipos de género que conducen a falacias de fundamentación. Por ejemplo, se califica como “violencia recíproca” aquella donde las muje­res reciben agresiones con un impacto grave sobre su integridad física (fracturas craneanas, hemorragias, fracturas de miembros superiores e inferiores, deformación del rostro) y los varones “agresiones verbales”, “expresiones humillantes” o “denigratorias”.

5. A esta disparidad en las agresiones que se van a considerar “mutuas” aunque sean desproporcionadas, se le agrega la interpretación de la causal de “legítima defensa”, que, pensada para dos hombres de fuer­za equivalente en un sitio público, se niega en situaciones donde las mujeres, por su disparidad total de relación de fuerzas y en un ámbito doméstico, encuentran la posibilidad de defenderse en el momento en que el agresor se distrae o está desarmado o dormido.

  1. En el corpus de sentencias analizado, preocupantemente, no se en­contraron decisiones judiciales que invoquen los tratados de los siste­mas internacional y regional (fundamentalmente, CEDAW y Belem do Pará) ni de los órganos encargados de su aplicación y monitoreo. Nin­guna sentencia, dicen las autoras, se refiere a la cláusula de protección a la igualdad, o a la prohibición de discriminación por razón de género, así como tampoco a la obligación del Estado de actuar con la debida diligencia a los fines de prevenir, investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos de las mujeres.

El femicidio es el resultado final de una historia de violencia en la pa­reja. Que se justifique la emoción violenta como reacción de los varones al abandono, al no cumplimiento del “débito conyugal”, a la humillación de tener que realizar tareas domésticas, a la explicitación de la insatisfacción sexual por parte de la mujer, a los celos frente a la sospecha de infidelidad, es un modo de perpetuar y legitimar en esas apreciaciones la desigualdad de género y los vínculos de propiedad sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres. Que esto ocurra en la justicia, nada menos, desampara a quienes recurren a ella como vía legítima de reclamo de sus derechos.

* Doctora en Filosofía (UBA), Directora del Observatorio de Género en la Justicia, Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires; dmaffia@jusbaires.gov.ar.

Bibliografía

  • Enciclopedia Jurídica (2014), “Emoción y Estado de Emoción Violenta”, http://www.enciclopedia-juridica.biz14.com/d/emoci%C3%B3n-y-es­tado-de-emoci%C3%B3n-violenta/emoci%C3%B3n-y-esta­do-de-emoci%C3%B3n-violenta.htm
  • Maturana, Humberto, Emociones y lenguaje en educación y política, San­tiago de Chile, Granica, 1997.
  • Norman, D. A., “Twelve issues for cognitive science”, en D. A. Norman (ed.), Perspectives on cognitive science, Hillsdale, N. J. Erlbaum, 1981.
  • Nussbaum, Martha, Love’s Knowledge, Oxford, Oxford University Press, 1990.
  • Ortony, A., Clore, G. & Collins, A., The Cognitive Structure of Emotions, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.   

Fuente: Publicaciones: Pensar en derecho
Revista Nº 9 – Eudeba Universidad de Buenos Aires

1 Comentarios

    • Lic. Jorge Horacio Raíces Montero -

    • marzo 3, 2017 a las 21:48 pm

    Excelente trabajo y reflexión. Adhiero. Cariños,

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