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Para abrazarnos, tomar envión y capear esta oscura tempestad que nos ataca por todos lados, en especial a las mujeres y los feminismos. Se abrió un surco de aire emancipador. Es por ahí. Que no se apague la mecha.

Por Micaela Kamien| Fotos de Celeste Ferreiro

“Ah, ¡cómo necesitaba esto!”: una frase que se oía casi como un murmullo en los alrededores de la Plaza del Congreso durante la movilización del pasado 8 de marzo. Sonaba bajito, entre saltos y abrazos apretados. La frase iba acompañada de sonrisas retraídas, algo tiesas, dolientes. Se la escuché decir a mujeres de todas las edades, unas a otras, extrañas, desconocidas entre sí. Se pronunciaba sin pensar, como un movimiento corporal involuntario.

En medio de tanta crueldad necesitábamos encontrarnos y colectivizar el miedo, la bronca, la desesperación.

Este 8M fue distinto. Fue el primero en la era Milei. El primero en medio de esta tempestad que arrasa con todo y que se las ensaña especialmente con las mujeres y los feminismos. Nos pone en el rincón del ring y nos da duro, puñetazos simbólicos (y reales) en medio del rostro, porque somos enemigas en esta batalla campal cultural de la ultraderecha que hoy nos gobierna.

Fue el primer 8M en la era del protocolo Bullrich, que amenaza al pisar la calle y amedrenta con policías que recién estrenaron gases lacrimógenos más nocivos.

Veníamos de la pandemia y de movilizaciones fragmentadas, lánguidas, casi escépticas. ¿Descorazonadas?

Necesitábamos esto
Necesitábamos esto

“¿Te parece que vaya con mi hija?”, “no vayan solas”, “actualicemos ubicación y tengamos números de DNI de todas”: mensajes que iban y venían los días previos a la movilización. En redes circulaban flyers como kits de protección, que incluían desde consejos sobre el teléfono, cómo vestirse, cómo cuidarse durante y después de la concentración: “marcha en grupo, estate alerta, documenta abusos de autoridad desde una distancia prudente, avisa cuando llegues a tu casa, conserva fotos y videos originales como evidencia legal”, entre muchas otras recomendaciones. Había guardia jurídica y se compartieron números telefónicos de abogadas y organismos defensores de derechos humanos.

Así salimos de nuestras casas y espacios laborales. Atemorizadas y bajo alerta, ante la batalla campal cultural y policíaca, sin saber cuántas se atreverían y cuántas podrían abandonar durante unas horas la tragedia cotidiana de no tener para comprar pañales y leche, cargar la SUBE, la garrafa o comprar los medicamentos.

Pero fuimos. Y fuimos un millón. Un millón de minas (mayoría minas) que nos íbamos encendiendo como fósforos a medida que nos encontrábamos en las calles del país entero.

Cuando era chica me gustaba prender un fósforo, acercar esa pequeña llama a la cabeza colorada de otro fósforo, contagiarle el fuego, dejarlos unidos, adherido uno al otro. El 8M fuimos fuego otra vez. Volvimos a contagiarnos de llama transformadora y del sentido emancipatorio que los feminismos nos supieron enseñar.

El miedo se convirtió en alegría.

Las marchas feministas tienen de todo, pero además de ser transversales y diversas, son alegres. Son fiesta. Son baile en medio de las noches más oscuras y tristes. Son glitter, brillo y carcajadas. Son caderas de todas las formas y tamaños que se mueven de aquí para allá, se rozan sudadas al ritmo de los tambores y las risas acaloradas. Son cuerpos danzantes y festivos, aunque duela el hambre en los barrios. Es baile colectivo que se enciende con el oxígeno de nuestras respiraciones unificadas.

Bailar, bajo la llovizna gris de una Buenos Aires que sufre, es como estar soñando por un rato, es tomar fuerzas para seguir. De eso se tratan las movilizaciones feministas: de tomar una extensa bocanada de aire fresco que no sólo nos da algo de regocijo y de respiro, sino que nos permite recobrar la consciencia de nuestra fuerza política transformadora.

Tomamos las calles y las bailamos. Al principio solo caminamos las veredas, como silbando bajito. Al rato nos hicimos amas y señoras de las avenidas, para Bullrich que nos miraba por tv.

Necesitábamos eso, sí que lo necesitábamos.

Recobramos el sentido de nuestra lucha. A medida que pasaron las horas, que entendimos que no había sido solo un sueño, que vimos las fotos desde drones que reflejaban una movilización multitudinaria que se le rio en la cara al protocolo, las vallas y las miradas gélidas de la policía, fuimos recuperando la consciencia feminista.

Necesitábamos esto
Necesitábamos esto

Se abre entonces un surco desde el cual pensar y hacernos más preguntas. ¿Podemos volver a hacer ruido y marcar la cancha en la escena política argentina?, ¿dejamos de ser pianta-votos y mala palabra?, ¿podemos tallar la madera de la oposición?, ¿recobramos algo de nuestra sangre poderosa?, ¿nos ven?, ¿nos ven otra vez?, ¿cómo recuperar la escena política?, ¿cómo mostrar que estamos cerca de los problemas de cada día de la mayoría de las mujeres argentinas, del hambre, la falta de laburo, los sueldos miserables, los comedores famélicos, la miseria, las violencias de cada día, los remedios que no se pueden comprar, la cuota alimentaria que no recibimos, el agobio, la desesperación, las ollas vacías?, ¿cómo explicarles que no les hablamos sólo a las feministas, que cuando hay hambre no importa el lenguaje inclusivo, que cuando cierran comedores nadie piensa en un DNI no binario?, ¿qué nos pasó a las feministas, que conseguimos leyes que hicieron historia y hoy nos acusan de ser artífices de la llegada de la ultraderecha al poder? ¿Cuántas otras fuerzas políticas hoy convocan de esta manera?

El 8M nos encendimos otra vez. No vamos a dejar que se apague nuestra fuerza emancipatoria de nuevo. Sabemos cómo encendernos y cómo contagiar poder transformador.

Nos necesitamos.

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