No es fobia, es odio.
No es tolerar, es incluir.
Boys don’t cry (titulada “Los muchachos no lloran” en Hispanoamérica) es una película estadounidense de 1999, dirigida por Kimberly Peirce y protagonizada por Hilary Swank y Chloë Sevigny. Es una producción de cine independiente, basada en la historia real de Brandon Teena, un hombre transgénero que adopta su identidad masculina y parece encontrarse a sí mismo y al amor en Nebraska, pero acaba siendo víctima de un crimen brutal de odio a manos de otros dos. Fue violado y asesinado el 31 de diciembre de 1993.
Por Emiliano Samar*
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La discriminación es una matriz antigua que persiste, un engranaje profundamente arraigado en nuestros comportamientos sociales. Desde los chistes supuestamente inofensivos hasta aquellos actos de violencia, simbólica o física, se deja de manifiesto la dificultad de comprender la diversidad que podemos llegar a desplegar como humanidad. Luchar contra la discriminación ha sido no solo un ideal humanitario, sino el objetivo principal de movimientos sociales. Desde campañas de comunicación generadas por diferentes colectivos, hasta la letra misma de ciertos marcos legislativos en distintos puntos de este mundo, se sigue aguardando que la erradicación de la discriminación sea una realidad concreta. Parte de la sociedad parece empecinada en hacer de la diferencia un argumento para la hostilidad o la marginación, una humanidad variada y plural que sigue pretendiendo homogeneizarse en lugar de encontrar en las diferentes singularidades el valor agregado de la diferencia.
La matriz de la discriminación como forma dinámica de reproducción de desigualdad se yuxtapone con aquella que establece criterios de normalidad. La reproducción de estereotipos, la repetición de mandatos y la implementación de determinadas políticas institucionales, trazan una dirección que pretende la “normalización” de las personas. Se legitiman las desigualdades sociales en el plano individual y colectivo. Géneros, etnias, orientaciones sexuales, coordenadas territoriales, etc, terminan volviéndose motivo de marginación y violencia.
Heredamos sentidos, los repetimos, contamos con instituciones que los regulan garantizando su perpetuación. Y, como parte del mecanismo, la discriminación en tanto práctica social y relacional, se ocupa de sostener los bordes tranquilizadores de lo normal. Este mecanismo lo sostenemos aún sin saberlo. Reenviamos mensajes y reproducimos discursos de manera cotidiana. Eso va acompañando una marca social que favorece la irrupción de acciones más complejas que, lejos de la fobia, se traducen en odio. La carga moral está presente cotidianamente, en el núcleo familiar, en el club, en pequeñas conversaciones de pasillo, en el lugar de trabajo, en las comunidades de opinión, en los medios de comunicación.
La discriminación, directa o indirecta, explícita o sutil, por acción u omisión, simbólica o física, responde a una misma dinámica. El mundo visto y habitado desde una perspectiva androcéntrica con foco en un supuesto varón, blanco, adulto, heterosexual, sin discapacidad aparente, con patrimonio, genera relaciones de poder desiguales y conlleva a sociedades heteronormativas, discapacitantes, adultocéntricas, racistas y clasistas. Es imprescindible accionar, mover, dinamizar vastas transformaciones culturales que nos permitan dejar de hablar en términos de “tolerancia” (como si fuese necesario “tolerar” a alguien diferente de mí) para incluirnos a todas, todes y todos. “La alteridad radical del otro es precisamente la posibilidad de enriquecimiento, supervivencia y transformación más importante” como dice el Plan Nacional contra la Discriminación.
Retomando el inicio de la nota: la fobia es un temor profundo, de rasgo intenso e irracional puede incluir el odio o antipatía por alguien o algo. Allí la otredad se devela riesgo. En el odio propiamente dicho el otro es percibido como una amenaza que debe ser destruida. En ambos casos, algo se siente amenazado. Una masculinidad frágil, estereotipada y hegemónica que se defiende de manera violenta, una identidad débil que se desarma ante la diferencia, una manada que se envalentona de manera arcaica sobre la indefensión, una doctrina impresa en la piel de la sociedad. El odio, sentimiento intenso y profundo de aversión y rechazo conlleva a acciones violentas, a maltratos e incluso a asesinatos. Es imperioso trabajar sobre la matriz de la discriminación, tomar estos temas desde los entornos familiares, de socialización y educativos. También reconocer la implicación de los medios de comunicación, y la responsabilidad del estado, desde lo jurídico y legislativo, para garantizar la implementación de las leyes, fortalecer la ampliación de derechos y la protección de todas las personas.
Tenemos diariamente oportunidades concretas para desterrar y deconstruir los prejuicios y estereotipos sobre los que se asienta esa matriz socio-cultural sexista, heteronormativa y patriarcal. Pequeñas acciones que podrán determinar surcos nuevos donde sembrar la humanidad plural y libre a la que aspiramos. Podemos empezar a preguntarnos. Volvernos de a poco más interrogación que certeza. Movernos y arriesgarnos más que repetir, sin cuestionar, pautas impuestas. Salir de la comodidad para aventurarnos. Y allí, donde otro hiera, donde alguien reinstale la matriz de la discriminación y el prejuicio sordo, elevar la voz de quien haya sido vulnerado o silenciado. Porque la red se construye de manera colectiva, y de ese modo, podremos ser el salto necesario para aquel mundo que se avecina.
(*) Columnista de Diario Digital Femenino
@emilianosamar
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