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Los límites del mundo son los límites del lenguaje: reflexiones en torno al lenguaje inclusivo

Por Rocío Mallía

Uno de los debates de más largo aliento que se han desplegado durante los últimos años, en los diferentes ámbitos sociales y educativos del país, gira en torno al lenguaje inclusivo y sus usos, propósitos y desafíos. Ríos de tinta e improperios han vertido lingüistxs, filólogxs y feministxs en torno a la cuestión. Aquí, lxs proteccionistxs que temen la ruina lingüística y la pérdida absoluta de sus valores y elegancia, pero cuya mano no tiembla al escribir bruto con be corta; más allá, en otro continente, la RAE llorando sangre y rompiendo lanzas en pos de la integridad morfo-lingüística del español; acullá, el pueblo que vocifera pidiendo una “verdadera inclusión” que trascienda lo gramatical, de la que, más de una vez, no pretenden ser artífices ni partícipes. Lo cierto de este agón es que, en primer lugar, desplegó una variopinta artillería de argumentaciones que, al menos, permitieron poner en conocimiento masivo las opiniones y rostros de miembrxs de la academia con nombres de paquetería y doble apellido, como Ignacio Bosque Muñoz y Concepción Company Company. También rescató a la Real Academia Española (institución en cuyas Juntas Directivas nunca hubo más de ocho mujeres y menos de treinta y cinco hombres) de su antro sagrado de Diccionarios de dos tomos y la elevó al status de estrella consulta, de representante en la tierra del español primigenio dado por Dios a los conquistadores. Por último, también en el plano de la superficialidad, y en otro capítulo de “hombres explicando cosas”, el debate le dio luz a ciertos figurines de la literatura que hace rato ya dejaron de ser reconocidos por su lucidez y agudeza, como el peruano Mario Vargas Llosa. Ahora bien, habiendo desbrozado la materialidad chistosa de la cuestión, cabe preguntarse: ¿de qué se debate cuando lo que se pone en el foco de atención es el lenguaje inclusivo?, ¿es un debate gramatical o político? Responder a estas preguntas, tal vez, exceda los límites de un breve artículo pero intentaré sintetizar los puntos principales.

En español, el género gramatical masculino es entendido, tradicionalmente, como el género no marcado. Según lo expresado por el Libro del estilo de la lengua española según la norma panhispánica (2018), esto significaría que, en ciertos contextos, la forma masculina de las palabras “podría abarcar el femenino”. En este sentido, por ejemplo, al dirigirnos a una audiencia masiva, podríamos utilizar la forma masculina de “todos”, en un enunciado como “buenas tardes a todos”, para “dirigirnos a ambos sexos” (sí, las palabras entrecomilladas son del original). De este modo, la utilización del “género no marcado” respondería al principio de género inclusivo y, también, al de economía lingüística, que entiende que quien toma la palabra desea y debe expresarse de la manera más concisa y menos trabajosa posible para lograr mayor eficacia. Hasta aquí, los primeros argumentos comúnmente esgrimidos contra el lenguaje inclusivo.

Para comenzar a desbrozar, debemos des-naturalizar la visión de la lengua que, muchas veces, intenta imponerse en forma hegemónica. Por ejemplo, bajo la óptica de Ignacio Bosque, doctorado en Filología Hispánica y coordinador de la Nueva gramática de la lengua española (2009, RAE), la lengua es una “sedimentación histórica milenaria” en la que muchas de las expresiones que hoy se consideran sexistas se encuentran actualmente “fosilizadas”. Véase la enorme cantidad de metáforas vinculadas a la naturaleza. La lengua no es un elemento natural fosilizado. Por el contrario, es un objeto social, cultural, vivo, dinámico y con historicidad. Esto último significa que las normas que regulan las lenguas son sociales e históricas en su origen. En otras palabras, ninguna característica inherente a la lengua española indica que el masculino deberá ser el “género no marcado”. Así como no hay razones gramaticales que impidan que la RAE, hasta el día de hoy, se haya negado a aceptar la expresión “amo de casa”. Así como no hay razones para que la palabra “felación” sea definida como la “práctica sexual consistente en la estimulación bucal del pene” (RAE, 2020) mientras que “cunnilingus” consiste la “práctica sexual consistente en aplicar (sí, aplicar) la boca a la vulva” (RAE, 2020). El masculino es el género no marcado por el mismo motivo por el que felación y cunnilingus implican, desde su definición, dos actos completamente diferentes (Martín Barranco, 2019), por el que “amo de casa” no existe y por el que “prostituto” fue aceptado muy recientemente y luego de mucho debate: ideología y poder.

Sólo si aceptamos que es un debate en torno a la ideología, comprenderemos el inicio de la polémica mediática en torno al lenguaje inclusivo (o no sexista) en nuestro país. Antes de la moderna y actual controversia causada por la espeluznante y pavorosa “e”, en los albores del 2012 estallaba un repelús de indignación y parodia contra los discursos públicos de Cristina Fernández, quien había instalado el uso de la forma doble (“todos y todas”), al tiempo que clamaba ocupar el cargo de “presidenta”. Es al menos curiosa la postura de la RAE al momento de incluir profesiones en femenino al DRAE. Eulàlia Lledó i Cunill, doctora en filología románica por la Universidad de Barcelona, documentó una tendencia creciente hacia la incorporación al DRAE de profesiones poco valoradas socialmente en su variante en femenino (véase sainetera, tipógrafa, sirvienta, subjefa, dependienta y pulpera, entre otras varias) y, esto no les sorprenderá, una enorme reticencia a incluir aquellas de alto prestigio social y autoridad como presidenta, intendenta o cancillera. Con respecto a esta última, mucho tuvo que debatirse sobre su aceptación luego de la asunción al poder de Ángela Merkel. La pregunta obvia, entonces, es: ¿qué particularidad ontológica a los sustantivos, y ajena a la praxis social, hace que sea inmediatamente aceptable declinar una palabra como “sirvienta” al género del referente y se someta a debate glotopolítico el femenino “presidenta”? La respuesta obvia, entonces, es: ninguna. El debate no es gramatical, es político.

Si algo aprendimos de Michel Foucault, maestro moderno de la sospecha, es que el poder incrementa su efectividad al naturalizarse, internalizarse y reproducirse sin sentido crítico. La naturalización y despolitización de la lengua es el marco teórico que brindan nuestrxs higienistxs realacadémicxs como sostén del discurso conservador, negacionista y sexista que pugna por materializarse en la sociedad y el sentido común. Más allá de las diferencias o argumentaciones políticas, lo que realmente exasperaba de los ya celebérrimos “todos y todas” y “presidenta” no era su gramática o morfosintaxis que, en el caso de las formas dobles, existía hace cientos de años. Lo realmente molesto era la transgresión de una norma que no precisamente era gramatical sino otra aún más profunda y aberrante: el patriarcado. Un patriarcado que desayuna comas, merienda puntos seguidos y se enfurece cuando una mujer intenta revertir las lógicas de sus relaciones de poder. Algo similar sucede con la más contemporánea “e”. Cavilar sobre la posible pérdida de la actual diferenciación gramatical de género en nuestra lengua es una preocupación secundaria. Lo realmente perturbador de esa vocal semi-abierta es el debate al que dio lugar alrededor del heteropatriarcado. ¿O acaso creen que es casualidad que quienes más férreamente se oponen al lenguaje inclusivo se posicionan desde un locus de enunciación heteronormativo?

Atendiendo a la dimensión del poder asociada a la lengua, Judith Butler, entre otros post-estructuralistas, ha analizado el modo en que los discursos y prácticas son constitutivas de la subjetividad. Desde su punto de vista, asentado en las bases de la teoría de J. L Austin, el lenguaje, a través de su atributo performativo y mediante actos de repetición, posee la capacidad de hacer aquello que nombra. Para explicar la teoría de los actos de habla performativos de Austin, se pone como ejemplo paradigmático el casamiento o bautismo. En cualquiera de los dos eventos, el lenguaje no se emplea para describir un estado de cosas sino para realizar la acción que expresan: bautizar o casar. Se hacen cosas con palabras, dice Austin, es decir se crea la realidad que expresan. En este sentido, el género no escapa a la lógica, también es performativo (Butler, 1997). Se construye en la iteración de discursos y normas ritualizadas aunque, claro, su permanente y repetida puesta en acto puede quedar abierta a nuevas estructuraciones que desafíen la hegemonía: transgénero, identidades queer, modos discrepantes de masculinidad y femineidad, o incluso otras que están en oposición a todas estas categorías. Bajo el cristal de este razonamiento, lxs sujetxs deviene tales al entrar en la normatividad del lenguaje. Por ende, “colocarse fuera del campo de lo enunciable supone poner en peligro el estatuto de uno mismo como sujeto” (Butler, 1997).

Butler nos ayuda a pensar, entonces, que si el lenguaje es condición de existencia política, se torna fundamental pensar en una lengua que dé lugar y representatividad a diferentes modalidades de corporeización y de ser en el mundo. No obstante, creo que ella lo sintetiza mejor:

“¿Existen formas de sexualidad para las que no contamos con palabras adecuadas porque las lógicas dominantes que determinan nuestra forma de pensar sobre el deseo, la orientación sexual, los actos sexuales y el placer no permiten que sean inteligibles? ¿No debería someterse a examen nuestro léxico común y pedir que recupere denominaciones y tratamientos hasta ahora menospreciados con el fin de abrir las normas que limitan no solo lo que puede pensarse, sino el simple pensamiento en vidas disconformes con su género?” (Butler, 2017).

No puede pensarse aquello que no se nombra, mucho menos incluirse. Los límites del mundo son los límites del lenguaje. Un lenguaje culturalmente construido y que, en muchos sentidos, es francamente funcional a los sectores hegemónicos. Ante la evidencia de lo inevitable, entonces, la pregunta que hemos de plantearnos como docentes será cuál será la postura a tomar ante la necesaria irrupción del lenguaje inclusivo en la vida y las aulas. ¿Nos aferraremos a nuestros aprendizajes, cosmovisiones y lenguas tal como los hemos conocido o nos apoderaremos de estas últimas como verdaderas armas cargadas de futuro, capaces de iluminar modos de ser en el mundo que, históricamente, han permanecido en penumbras?

1 Comentarios

  1. Excelente nota! Cuánto nos falta aprender!

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