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Han sido históricamente malvadas, pero en realidad solo se resistían a obedecer. La imagen que una sociedad tiene de sus hechiceras dice mucho de cómo esa sociedad percibe a la mujer.

Por Juan Sanguino

El 31 de diciembre se estrenó la cuarta temporada de Las escalofriantes aventuras de Sabrina en Netflix. Como la nostalgia es la moneda de cambio más valiosa para la cultura popular actual, vuelven las tías Hilda y Zelda: las actrices Beth Roderick y Caroline Rhea retoman sus personajes en la telecomedia de los 90 Sabrina, cosas de brujas, gracias al siempre oportuno recurso de las realidades alternativas. El final de la serie, por tanto, servirá para comparar cómo han cambiado las brujas desde los 90 hasta hoy. Una pista: están mucho más cabreadas.

Decía Margaret Atwood que la imagen que una sociedad tiene de sus brujas dice mucho de cómo esa sociedad percibe a la mujer. En los últimos años, la figura de la bruja ha acabado convertida en el icono feminista definitivo al representar, a la vez, la opresión contra las mujeres y su emancipación absoluta de la sociedad. La historiadora Mary Beard señala que todos los cuentos sobre mujeres monstruosas, desde las épocas de Medusa, Hécate o Morgana, son parábolas para arrebatar el poder a las mujeres.

La paranoia colectiva que poseyó el norte de Europa y la costa este de Estados Unidos entre los siglos XVI y XVII surgió tras el éxito superventas Malleus Maleficarum, un tratado con bendición papal que advertía sobre los peligros de las mujeres con demasiada personalidad. Cualquier reunión de mujeres que no fuese para rezar o para coser se consideraba un aquelarre. Las crónicas de los juicios contra aquellas supuestas brujas muestran lo fácil que resultaba acusarlas: si eran demasiado pobres, si eran demasiado ricas, si expresaban sus opiniones en público, si hacían vida fuera de la cocina, si no conseguían engendrar descendencia, si tenían demasiados hijos, si no se mostraban agradecidas, si ejercían demasiada influencia sobre sus maridos, si no se casaban, si caían antipáticas a los vecinos, si practicaban la medicina, si eran demasiado guapas, si eran demasiado feas. Y sobre todo, si habían pasado la menopausia y/o eran viudas, porque no podían cumplir su deber femenino de engendrar ni tenían un marido que las defendiese. Además, en una ironía perversa, para poder juzgarlas la ley tenía que reconocerlas como ciudadanos con voluntad propia: la primera vez que las mujeres adquirieron la categoría de entidad legal fue para que pudieran quemarlas en una pira.

En 1893 la sufragista Matilda Joslyn Gage, en su libro Mujer, iglesia y estado, reivindicó a las brujas como las primeras feministas, neutralizadas por representar una amenaza contra las instituciones patriarcales: la iglesia, la medicina, el poder y el matrimonio.

La cultura popular reestableció el arquetipo de la bruja en el imaginario del siglo XX. La madrastra de Blancanieves (que en su día había sido una hermosa princesa, pero ahora era una envidiosa, masculina y yerma) y la Bruja del Oeste de El mago de Oz siguen siendo hoy el referente estético de la brujería hasta para los disfraces de “brujita sexy” en Halloween. Porque tal y como le explicaba la bruja buena Glenda a Dorothy, “no todas las brujas son feas y viejas, solo las malas”. Cuando son guapas, se les llama hechiceras. Así, durante la primera mitad del siglo XX la cultura utilizó a las brujas como advertencias para las niñas: si no aprovechaban sus virtudes a tiempo (belleza y juventud) acabarían amargadas, narigudas y verrugosas. Se podría establecer un paralelismo entre las brujas y su equivalente masculino, el hombre del saco, excepto porque a los niños nunca se les ha educado para que no acaben convertidos en un hombre del saco.

En 1964, mientras Betty Friedan explicaba en su ensayo seminal La mística de la femineidad que la cocina era un espacio de represión para las mujeres, se estrenó la telecomedia Embrujada. Samantha (Elizabeth Montgomery) era una ama de casa ideal, medio Grace Kelly medio Doris Day, que le confesaba a su esposo en su noche de bodas que era una bruja. Él se planteaba el divorcio, pero al final accedía a tolerarla si prometía no usar sus poderes. Es decir, si renunciaba a ser lo que era. Semana tras semana, Embrujada ponía a su protagonista ante el dilema de usar sus poderes (para recoger la casa o para ayudar a su marido sin que él lo supiera y así creyese que lo había conseguido él solo) o reprimirlos y cumplir su sueño de ser una mujer normal.

Pero la segunda ola del feminismo de los 70 blandió el mito de la bruja como su emblema de batalla. Miles de mujeres, en nombre del movimiento WITCH, se manifestaron en Wall Street vestidas con sombreros puntiagudos y escobas. En otra protesta soltaron decenas de ratas en una feria de vestidos de novia. Esta rabia estaba en sintonía con la de Carrie (1976), en la que la adolescente protagonista empezaba la película sufriendo una humillación por parte de sus compañeras de clase porque le había venido el período y acababa embadurnada de sangre masacrando a los estudiantes de su instituto mediante la telequinesis. Carrie llevaba tanto tiempo reprimiendo su poder que cuando lo liberaba no podía controlarlo y la acababa destruyendo. Según esa fábula, la única forma en la que una mujer podía rebelarse era arriesgándose a caer derrotada durante la batalla. Pero al menos ya no se quedaba de brazos cruzados.

En 1983 Roald Dahl publicó Las brujas, cuya adaptación al cine provocó escalofríos entre espectadores de todas las edades cuando Anjelica Huston se arrancaba la cara para desvelar su verdadero aspecto. Aquella película actualizaba el mito de la bruja al retratarla como una mujer harta de someterse a las exigencias de la sociedad: ¿Por qué esforzarse en ser guapa y amable pudiendo convertir a los niños plastas en ratones? En términos tradicionales, no ha existido una villana menos femenina que ella porque rechazaba todas las expectativas y las responsabilidades atribuidas a las mujeres. Y además era la bruja más peligrosa de todas: la que no tenía nada que perder. “Las brujas son mujeres que abrazan su ira. Les duele todo el cuerpo y cada vez que se miran en el espejo odian lo que ven. Al asumir lo feas que son, pueden ser lo que quieran. Viven una agonía, viven en un infierno. Son la expresión más honesta de la rabia femenina. Las mujeres nos esforzamos por estar guapas y sonrientes, pero las brujas se permiten a sí mismas mostrarse tal y como son. Y eso es liberador”, explica Huston.

La mentalidad postfeminisma de los 90 indicaba que ya estaba todo conseguido, que no quedaban motivos para luchar y que las mujeres que seguían quejándose eran feas, amargadas y/o solteronas. Así que las pocas brujas que quedaban se integraron en el sistema: la protagonista de Sabrina, cosas de brujas solo usaba sus poderes para vestirse rápido antes de ir al instituto, Nicole Kidman y Sandra Bullock en Prácticamente magia solo querían enamorarse y beber piña coladas y las tres hermanas de Embrujadas reivindicaban que las mujeres podían llegar más lejos unidas que enemistadas. Para las brujas de los 90 los hombres eran panolis, cuando no irrelevantes: Willow, la mejor amiga de Buffy, despertaba sexualmente al conocer a otra bruja en sus clases extraescolares. Lo que todas las brujas de la ficción tienen en común es que son mujeres con identidad propia y nunca en función a su rol respecto a los hombres (esposa, madre, víctima, hija, tentadora, objeto), por eso se han convertido en la fantasía feminista definitiva.

El lema “Somos las nietas de las brujas que no conseguisteis quemar” se popularizó en la novela The Witches of BlackBrook, de Tish Thawer, y saltó a camisetas, a memes y a pancartas en manifestaciones. “Es el momento de que se asusten”, clamaba la autora Andi Zeisler en la víspera del día de la mujer en 2017, “Tenemos que convertirnos en brujas totales”. En una columna en el New York Times, Lindy West respondió a todos los hombres que se quejaban de que el Me Too fuese una caza de brujas: “Sí, esto es una caza de brujas. Soy una bruja y voy a cazarte”.

Cada vez que una mujer ha sobresalido en política, la opinión pública ha recurrido a la imaginería de las brujas para atacarla. Desde Theresa May hasta Angela Merkel o Margaret Thatcher, cuya muerte fue celebrada en redes sociales con cánticos de “Ding-dong, la bruja ha muerto” (la canción de El mago de Oz). En los mítines de Donald Trump, muchedumbres enfurecidas entonaban “¡encerradla! ¡encerradla!”, en referencia a Hillary Clinton, apodada “la bruja mala de la izquierda”. Esas narrativas se construyen sobre una premisa similar a la de los juicios de Salem: las mujeres no pueden adquirir poder real sin sufrir consecuencias.

“La misoginia de principios del siglo XXI está revelando lo que siempre sospechamos: que las mujeres nunca hemos tenido nuestro lugar en el mundo. Lo hemos intentado, hemos trabajado, hemos sido leales a las reglas y a los valores de la sociedad establecida. Pero no importa lo lejos que creímos llegar, no importa cuántas veces nuestras madres nos prometieron que podríamos lograr lo que quisiéramos. Seguíamos viviendo dentro de un sistema que usaba los cuerpos femeninos. Y en la historia que el patriarcado contaba sobre sí mismo siempre íbamos a ser las villanas. Así que, si el poblado no nos quiere, más nos vale adentrarnos en los bosques” escribía la periodista Sady Doyle. O como decía Terele Pávez en Las brujas de Zugarramurdi, “a mí no me dan miedo las brujas, a mí lo que me da miedo son los hijos de puta”.

 

Y las brujas acabaron convertidas en el icono feminista definitivo

 El País
DDF

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