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El cine es cine, claro que sí. Pero también podemos considerarlo “balcón abierto”, tomando una expresión de cuño lorquiano. Allí, de manera escurridiza, los sueños, las emociones, los anhelos, las cosmovisiones, los dolores del género humano se representan con sus luces y sombras; se poetizan y, al poetizarse, trascienden la anécdota, la historia que se cuenta para dejarnos algo inasible que sacude, que conmueve. En ese universo de celuloide mágico, la obra de Albert Lamorisse, ese delicado poema visual llamado «El Globo Rojo» (Le Ballon Rouge, 1956), resuena hoy con una vibración inesperada, una melodía que dialoga secretamente con las inquietudes más punzantes de la educación contemporánea, particularmente con esas corrientes que desestabilizan las normas instituidas y celebran, instituyendo, la polifonía de las existencias.

Por Fernando Avendaño y Emiliano Samar

Una mirada a las tensiones de la educación actual vistas desde "El Globo Rojo"
Una mirada a las tensiones de la educación actual

A primera vista, «El Globo Rojo» podría parecer una simple y encantadora historia sobre la amistad improbable entre un niño solitario, Pascal, y un globo rojo que parece poseer una voluntad propia. Pasean juntos por las calles adoquinadas de un París antiguo, un París que ya no existe más que en la memoria fílmica, un París que se convierte en el escenario de una relación que desafía las categorías convencionales. Aquí es donde nuestra lectura se enfoca nítidamente en las analogías existentes entre este relato y la ceremonialidad y los ritos educativos, las diversidades, el encuentro con el otro, el curriculum y las artes.

La relación entre Pascal y el globo rojo se resiste a la clasificación, a lo acostumbrado, a lo ordinario, a lo “normal”. No es una relación entre dos personas, sino entre una persona y un objeto que parece tener vida propia. No se trata de una domesticación, de una posesión del objeto por el niño; ambos se “encuentran” en una danza sutil donde cada uno se reconoce en su singularidad. El globo no obedece, acompaña. No se somete, flota libremente, eligiendo su propio rumbo, a veces en sintonía con Pascal, a veces con una independencia que desconcierta a las personas adultas que pueblan la película. Como en la escuela. Como en el encuentro con el conocimiento. Como en la vinculación entre quienes enseñan y quienes aprenden, donde el conocimiento se construye y se transforma a través de la interacción y el intercambio, y donde quienes enseñan y quienes aprenden también se “construyen” como sujetos y se transforman. Freire nos recuerda que quien forma se forma y reforma al formar y quien está siendo formado, forma al aprender.

En un contexto actual, en el que recrudecen los cuestionamientos hacia la construcción de otras posibles formas de relacionarnos en comunidad y de tejer otros modos de vida, más allá de las expectativas heteronormativas, la figura del globo rojo emerge como un potente símbolo de la fluidez y la indeterminación. El globo no tiene género asignado; desafía la gravedad (una metáfora quizás del desafío a las limitaciones impuestas a las diversidades), y su vínculo con Pascal se construye sobre una afinidad que trasciende las categorías preestablecidas. ¿No es acaso esta una imagen poderosa para invitar a reflexionar acerca de las identidades y afectos más allá de las preconfiguraciones sociales? He aquí un llamado de atención que, desde una mirada centrada en la diversidad, habilitaría la conversación en el territorio del aula. Porque como decíamos, el cine es cine, pero también “balcón abierto”.

Continuamos tirando de la imaginaria piola del globo. Este, el de la película, en su alegre rebeldía contra la gravedad, desafía toda convención, toda norma admitida, lo previsible, demostrando que nada está dicho de una vez y para siempre. Lo que percibimos y entendemos, lo que creemos, lo que aceptamos como real, como auténtico, como “lo que debe ser” no es verdad inalterable. Por eso el globo es potente símbolo de ese conocimiento otro que interpela los discursos hegemónicos y las formas “normales” de estar en el mundo. Es expresión de los discursos contrahegemónicos; discute la superioridad de la cultura denominada oficial que cuenta con el subterfugio de numerosos implícitos para desvalorizar las culturas distintas o rivales y, por supuesto, de las marginadas; desmiente una “razón” que pretende ocupar todo el espacio cultural, al definir las ideas que el “sentido común” dicta a la mayoría de las personas.

El globo transita siempre espacios abiertos, no entra en el aula. No es bienvenido en ese ámbito donde, seguramente, como dice Antonio Machado, “… todo un coro infantil / va cantando la lección: / mil veces ciento, cien mil; / mil veces mil, un millón.” Un ámbito donde se aprende que hay una respuesta única, que esa respuesta correcta es la que está en el libro y la que demandan los maestros; y que no vale ninguna otra respuesta. En consecuencia, se aprende que sólo dominando esa respuesta y repitiéndola fielmente se tendrá éxito. La irrupción del globo amenaza este status quo, provoca “el desorden”. Pascal es castigado, encerrado, por osar con su globo alterar el orden vigente. Un orden sin lugar para que las ansias, los deseos y los pensamientos de alumnas y alumnos puedan ser oídos y atentamente considerados, concediéndoles un papel que cuestionen las relaciones de poder a través de las cuales su voz ha sido, en general, suprimida. Un orden que no respeta y atiende a las necesidades y urgencias de todos los colectivos sociales en lo que se decide y hace en las aulas; que les impide verse, analizarse, comprenderse y juzgarse en cuanto personas éticas, solidarias, colaborativas y corresponsables de un proyecto destinado a construir un mundo más humano, justo y democrático.

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Henry Giroux argumenta que la escuela y el currículo deben ser lugares donde alumnas y alumnos tengan la oportunidad de ejercer la democracia en la discusión, la participación y el cuestionamiento de los supuestos del sentido común de la vida social. Urge una educación decolonial que ayude a desmantelar las estructuras de pensamiento legitimadas hegemónicamente, a reconocer la pluralidad de saberes y a descentrar una mirada cristalizada que ha moldeado nuestra educación. En este sentido, «El globo rojo» nos ofrece una relación que trasciende el lenguaje verbal, que se funda en una forma de conocimiento que no necesita ser codificada ni validada por la razón instrumental. ¿No es acaso esta conexión con lo otro, con las culturas que resisten, con lo que escapa a nuestra comprensión inmediata, un punto de partida fundamental para una educación que aspire a la decolonización?

¿Qué tipo de humanidad deseamos alentar? Esa es la pregunta que debemos respondernos docentes, intelectuales, artistas, formadores de opinión,  verdaderos políticos y políitcas (entendiendo por política el arte de vivir en sociedad, de atender a las cosas del Estado) Si abogamos por desnaturalizar los estereotipos, lo que “siempre fue así”, ciertas prácticas institucionales, los papeles asignados a hombres y mujeres y el monocultivo de ciertos saberes, para abrazar la multiplicidad de conocimientos, de experiencias y de existencias, resulta imperioso revalorizar los “saberes inútiles”: el arte, los saberes humanísticos. Son los que nos devuelven el sentido de humanidad, nos dotan de sensibilidad ética, nos resguardan del imperio del mercado.  Son saberes ajenos a cualquier finalidad utilitarista. Nuccio Ordine nos advierte que esos “saberes inútiles”, justamente por su valor desinteresado, ajeno a lo práctico, son imprescindibles para el cultivo del espíritu y el desarrollo de la humanidad. Nos ayudan a convertirnos en mejores personas. Confiesa Rilke que, “ser artista quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano.” Y Hölderlin nos avisa que lo que permanece lo fundan los poetas.

Es metáfora potente la insistencia de las personas adultas por separar a Pascal de su compañero aerostático. ¿nos está sugiriendo las resistencias que aún encontramos en los espacios educativos hacia las expresiones artísticas, la inclusión de las habilidades y conocimientos que devienen de las mismas y su lugar periférico en las grillas horarias de las instituciones y en los currículos? El vínculo inusual entre Pascal y el globo, así como las diferentes trayectorias que traza el protagonista en su relación con el objeto, con su contexto y con los otros encuentran en las artes y las humanidades un territorio privilegiado para la exploración de estas complejidades.

La película de Lamorisse nos recuerda la importancia de abrirnos a la sensibilidad, a la poesía, a la capacidad de asombro que a menudo se pierde en la rigidez de los currículos estandarizados. El globo rojo, con su danza impredecible, nos habla de la necesidad de permitir la emergencia de lo inesperado, de lo que no encaja en nuestros esquemas preconcebidos. Se presenta entonces la necesidad de reflexionar sobre las narrativas de poder implícitas en los relatos que consumimos en los medios, en las redes sociales e incluso en las instituciones educativas. Si bien «El globo rojo» puede parecer una historia inocente, su ambientación en un entorno urbano que, aunque bello, resulta, en cierta manera, opresivo, nos sugiere una reflexión sobre el lugar de la niñez, de lo diferente, en un mundo adulto y normativo. La película nos interpela sobre la necesidad de construir espacios de formación donde la diversidad sea celebrada, donde las voces subalternas sean escuchadas, donde se fomente un diálogo intercultural que vaya más allá de la mera tolerancia. Es allí donde una película se erige balcón abierto, un artefacto cultural que nos invita a revisar nuestras propias categorías de pensamiento, a cuestionar las jerarquías del “conocimiento legitimado” (¿por quienes?) y a abrirnos para desaprender, para volver a construir conocimiento desde otros paradigmas, desde otras formas de sentir y de comprender la intrincada belleza del mundo que nos rodea.

Una mirada a las tensiones de la educación actual vistas desde "El Globo Rojo"
Una mirada a las tensiones de la educación actual vistas desde «El Globo Rojo»

La escena final, donde una multitud de globos de todos los colores rescatan a Pascal, elevándolo por encima de las estrechas calles de París, es una imagen poderosa de la liberación y la celebración de la multiplicidad. Es un llamado a imaginar un mundo donde las diferencias no sean motivo de exclusión, sino una fuente de riqueza y de alegría. Nos recuerda que la escuela puede ser un territorio de exploración constante, donde los límites pueden volverse porosos y donde la sorpresa compartida hacia lo otro puede abrirnos los ojos a la belleza de lo plural del mundo. Un mundo que incluya lenguajes y campos de conocimiento variados y los vincule rizomáticamente y docentes que, con el mismo deseo de Pascal, correteen por los bordes, cuestionen el contexto y se permitan volar.

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