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Clarice Lispector, aunque nacida en Ucrania vive su niñez en Brasil. Es una de las escritoras más influyentes de la literatura brasileña, es conocida por su estilo introspectivo y su exploración de la vida interior de sus personajes. Sus relatos a menudo exploran temas como la identidad, la existencia, y la complejidad de la vida cotidiana. Además de “Relatos” para descargar, compartimos un breve resumen de algunos de sus libros:

«La hora de la estrella»

  • Este es quizás su relato más conocido, aunque es más una novela corta. Narra la vida de Macabéa, una joven pobre del noreste de Brasil que vive en Río de Janeiro. La historia es narrada por un escritor llamado Rodrigo S.M., quien reflexiona sobre la banalidad y la desesperanza de la existencia de Macabéa. A través de su vida sencilla y aparentemente insignificante, Lispector aborda temas de alienación, la búsqueda de identidad, y el destino.

La hora de la estrella aborda una de esas vidas que no suelen ser dignas de ser contadas en una novela, pues narra la historia de una joven nordestina que escapa a todo estereotipo de la brasileña exuberante. Ella es la mujer sin atributos, la representación de lo anodino y lo prescindible hecho carne. Lispector presenta aquí un relato profundamente urbano y carente de tropicalismo, que sigue a esta antiheroína en su discurrir por una ciudad en la que no la acompaña ni el amor, ni la salud, ni la familia, ni la esperanza. La autora construye un folletín gélido y carente de emociones en el que Macabéa, de una inocencia absoluta, vive una vida miserable sin ninguna conciencia de su situación.[1]

Este es un resumen de la novela tomado de manera aleatoria de entre los centenares de comentarios que pueden leerse en internet, y representa muy bien el tono y el foco de las sinopsis del libro que hacen habitualmente los lectores o los reseñistas más o menos informados.

«Felicidad clandestina»

  • Este cuento trata sobre una niña apasionada por la lectura que ansía leer un libro en particular, pero una compañera de clase cruel le hace desearlo más, retrasando su entrega día tras día. Cuando finalmente obtiene el libro, la protagonista experimenta una profunda sensación de felicidad. El relato explora el deseo, la espera y la relación con la lectura como una forma de alcanzar la felicidad.

«Amor»

En este relato, una ama de casa llamada Ana, que vive una vida rutinaria y predecible, experimenta un momento de revelación cuando ve a un hombre ciego masticando chicle en el tranvía. Este encuentro la saca de su monotonía y la enfrenta con una nueva conciencia de sí misma y del mundo que la rodea. El cuento explora la tensión entre la rutina doméstica y la irrupción del caos o lo inesperado.

«La imitación de la rosa»

Este cuento sigue a Laura, una mujer que, tras una crisis nerviosa, se obsesiona con una rosa que le ha regalado su esposo. La rosa se convierte en un símbolo de perfección y orden, mientras que Laura lucha por mantener su cordura y equilibrio. El relato toca temas como la fragilidad mental, la obsesión con la perfección y la lucha interna por encontrar el equilibrio.

 «El huevo y la gallina»

Es uno de los relatos más experimentales de Lispector. La narradora reflexiona sobre la existencia del huevo, no solo como un objeto físico, sino como un símbolo de la vida, la creación y el misterio. Es un texto que desafía las convenciones narrativas tradicionales y explora la relación entre el lenguaje, el pensamiento y la realidad.

«La felicidad de las mujeres»

El cuento explora las expectativas y roles impuestos a las mujeres en la sociedad. La narradora reflexiona sobre la «felicidad» que se espera de las mujeres, particularmente en relación con el matrimonio y la maternidad, y cuestiona la autenticidad de esa felicidad. El relato es una crítica sutil pero poderosa de las normas sociales y la opresión de género.

Resumen del libro Relatos y enlace para descargar en imagen

Te cuento libros de Clarice Lispector
Te cuento libros de Clarice Lispector

«Relatos de Clarice Lispector» es una colección que reúne varios de los cuentos más representativos de la escritora brasileña, destacada por su estilo introspectivo, profundo y lírico. La colección captura la esencia de la obra de Lispector, enfocándose en la vida interior de sus personajes y en las sutilezas de la existencia cotidiana. Compartimos un resumen general de algunos cuentos incluidos en el libro:

«Amor»

  • Ana, una ama de casa atrapada en la rutina de su vida diaria, experimenta un momento de revelación cuando ve a un hombre ciego en el tranvía. Este encuentro la desconcierta y la lleva a cuestionarse sobre su vida y su sentido de la existencia. El relato explora la ruptura de la monotonía y el impacto de lo inesperado en la percepción de la realidad.

«Felicidad clandestina»

Una niña que ama leer desea fervientemente un libro que una compañera de clase le promete prestar, pero que constantemente le retrasa la entrega. Este juego cruel intensifica el deseo de la protagonista, y cuando finalmente obtiene el libro, experimenta una alegría profunda y casi sagrada. El cuento refleja el poder del deseo y la felicidad que puede derivarse de la literatura.

 «Preciosidad»

La historia sigue a una adolescente que camina por las calles de su ciudad con la sensación de que todo en su entorno tiene un significado especial y casi místico. Mientras lucha con la inseguridad típica de la adolescencia, experimenta una profunda conexión con el mundo que la rodea. El relato aborda la sensibilidad y la percepción intensificada durante la juventud.

«La imitación de la rosa»

Laura, una mujer que acaba de salir de una crisis nerviosa, se obsesiona con una rosa que su esposo le ha regalado. La rosa, símbolo de perfección y belleza, se convierte en el centro de su vida, mientras lucha por mantener su cordura. Este cuento explora la fragilidad mental y la búsqueda de equilibrio entre el orden y el caos.

«El crimen del profesor de matemáticas»

Un profesor de matemáticas comete un asesinato en un impulso de furia, un acto que cambia su vida para siempre. El relato se adentra en la mente del personaje, explorando su culpa, miedo y la complejidad moral del crimen. Es un cuento que trata sobre la pérdida de control y las consecuencias de los actos impulsivos.

«La felicidad de las mujeres»

Este cuento cuestiona las expectativas sociales sobre las mujeres, especialmente en relación con el matrimonio y la maternidad. La narradora reflexiona sobre la aparente «felicidad» que se espera que las mujeres experimenten en estos roles, criticando las normas opresivas que limitan su verdadero sentido de la felicidad y la libertad.

La de Clarice Lispector, sin duda, es una obra que captura la profundidad de la condición humana a través de narrativas que, aunque a menudo simples en la superficie, revelan una rica complejidad emocional y filosófica. Los cuentos exploran temas como la identidad, el deseo, la percepción, la rutina, y la búsqueda de significado en la vida cotidiana. Con su estilo lírico y reflexivo, Invita a los lectores a mirar más allá de la superficie y a contemplar las profundidades de la experiencia humana.

Conclusión:

Los relatos son conocidos por su exploración de la psique humana, sus temas existenciales y su estilo poético. A través de personajes y situaciones aparentemente simples, Lispector profundiza en cuestiones complejas de identidad, percepción y la condición humana, creando un cuerpo de trabajo que sigue siendo profundamente influyente en la literatura.

BonusTrack: Dos relatos completos

Amor
Lacos de familia, 1960 / Ed. Sudamericana, 1973
Traducción: Haydée M. Jofre Barroso

Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma cortara recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían. Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida.

Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella plantara se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, sentíase más sólido que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era pasible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casara era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja –con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le sucediera a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre afuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces confundiera con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido.

Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde; cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto –ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, la exigían. Así llegaría la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaría aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. En seguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, en seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de sospecha? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicles… Un hombre ciego masticaba chicles.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer, el corazón latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír –como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada –el tranvía arrancó súbitamente arrojándola desprevenida hacia atrás, la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo—, Ana dio un grito y el conductor impartió la orden de parar antes de saber de qué se trataba –el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicles y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicles había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aún las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad –y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al banco de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicles había sumergido el mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto de que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba a una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicles lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que descubriera continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los «cipós». Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande.

Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó –se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitas con hojas, y el brazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victoria-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un «esquilo» (1) pareció volar en la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella sentíase mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría –y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho –¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba –¿qué nueva tierra era esa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía, trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto fuera creado—amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre fuera fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal –¿el ciego o el Jardín Botánico? —se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en el caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola… Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos… Tengo miedo, dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado. Mamá, exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó. No dejes que mamá te olvide, le dijo. El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás recibiera. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejo caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella forjara se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo –¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobisón es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua –estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua quieta de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Alrededor se extendía una vida silenciosa, lenta e insistente. Horror, horror. Caminaba de un lado a otro de la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que él desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victoria-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrazado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? –gritó vibrando todo.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada –dijo—, soy un descuidado. –Él parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! –dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote –respondió él, sonriendo. Ella continuó sin fuerza en su brazos. Ese día, a la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

-Es hora de dormir –dijo él—, es tarde. –En un gesto que no era el de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno, ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

(1) «Esquilo»: pequeño mamífero roedor (N. del T.).

Monos
A Legião Estrangeira, 1964
Traducción: Mariana Zir

La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin empleada, se hacía cola para la carne, el calor había reventado – y fue cuando, muda de perplejidad, vi el regalo entrando a casa, ya comiendo banana, ya examinando todo con gran rapidez y un largo rabo. Parecía más un gran mono todavía no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la cuerda, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de banana adonde cayeran. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída a la dependencia, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi hijo menor sabía, antes de que yo lo supiera, que me desharía del gorila: ¿«Y si te prometiera que un día el mono se va a enfermar y a morir, ¿dejarías que se quedara? ¿Y si supieras que de cualquier manera él un día se va a caer de la ventana y a morir allá abajo?» Mis sentimientos desviaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del gran-mono-pequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: niños del morro aparecieron en una algarabía feliz, se llevaron al hombre que reía, y en el desvitalizado Año Nuevo a mí por lo menos me regalaron una casa sin mono.

Un año después, acababa de tener una alegría, cuando allí en Copacabana vi el agrupamiento. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratis me daban, imaginé una cadena de alegrías: «Quien reciba ésta, que se la pase a otro», y otro a otro, como el bramido en un rastro de pólvora. Y ahí mismo compré a la que se llamaría Lisette.

Casi no cabía en una mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de baiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante también eran los ojos redondos.

En cuanto a ésta, era mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de tal delicadeza de huesos. De tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raras caricias eran sólo mordidas leves que no dejaban marca. En el tercer día estábamos en la dependencia admirando a Lisette y el modo en que ella era nuestra. «Un poco demasiado suave», pensé extrañando a mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: «Pero eso no es dulzura. Esto es muerte». La sequedad de la comunicación me dejó quieta. Después les dije a los chicos: «Lisette se está muriendo». Mirándola, noté entonces hasta qué punto de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera guardia, donde el médico no podía atendernos porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi –Lisette cree que está paseando, mamá- otro hospital. Allá le dieron oxígeno.

Y con un soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. Con ojos mucho menos redondos, más secretos, más a las risas y en la cara prognata y ordinaria una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron unas ganas de hablar que ella mal aguantaba ser mona; lo era, y mucho tendría para contar. En seguida, sin embargo, sucumbía de nuevo, exhausta.

Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuya picada reaccionó con una palmadita colérica, de pulsera tintinando. El enfermero sonrió: «Lisette, querida, ¡sosiégate!»

El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviese oxígeno a mano y, aun así, improbable. «No se compran monos en la calle», me censuró él sacudiendo la cabeza, «a veces ya vienen enfermos». No, había que comprar a la mona adecuada, saber su origen, tener por lo menos cinco años de garantía de amor, saber lo había hecho y lo que no, como si fuera para casarse. Resolví un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: «Usted la está queriendo mucho a Lisette. Así que si usted la deja pasar algunos días cerca del oxígeno, ni bien sane, es suya». Pero él pensaba. «Lisette es linda» le supliqué yo. «Es hermosa», aceptó él pensativo. Después suspiró y dijo: «Si curo a Lisette, es suya». Nos fuimos, con la servilleta vacía.

Al día siguiente llamaron por teléfono, y les avisé a los chicos que Lisette había muerto. El más chico me preguntó: «Crees que murió con los aretes?» Yo le dije que sí. Una semana después el mayor me dijo: «¡Te pareces tanto a Lisette!» «Yo también te quiero», contesté.[2]

 

 

 

[1] https://funcionlenguaje.com/index.php/es/sala-de-lectura/rincon-bibliografico/1405-la-hora-de-la-estrella-de-clarice-lispector.html

[2] https://revistaelinterpretador.wordpress.com/2016/11/08/dos-relatos-de-clarice-lispector-amor-y-monos/

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