«No estamos acá para cambiar un manual de obligaciones por otro, un sistema de mandatos y obligaciones por otro, estrategias de silenciamiento por otras. Llegamos para discutir, revertir todos los mandatos e inspeccionar rigurosamente cada uno de los ámbitos de reproducción (ruidosa o silenciada) del patriarcado», dice Magdalena López para reflexionar sobre un tema que le preocupa y ha decidido bautizar: el «feminismo de las bellas».
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Los grupos de Whatsapp en los que he sido sumada compilan a un montón de amigas de diferentes espacios de la vida. Algunos se llaman “más inteligentes que lindas”, “lo que importa es lo de adentro” (en contraposición a lo de afuera –que no nos lean los seguidores de Susan Sontag-) y “La tuerta, la mala y la renga”. Hay más, pero estos son de fluir bastante y permanecer siempre visibles.
Somos mujeres que no sólo sabemos que no somos “propicias” (pues no respondemos a los cánones de belleza hegemónica) sino que, además, hacemos de eso un chiste, una mueca graciosa para intentar desviar el hecho de que, más allá e indistintamente del amor que podamos sentir por nosotras mismas y entre nosotras, hay algo de lo que se espera, de lo que se desea o de lo que “deberíamos tener” que no tenemos, que nos vino fallado.
Mi amiga tuerta no es feminista, aunque resiste al patriarcado y a los mandatos de belleza con el mismo dolor e inseguridad que yo, que me considero feminista y que me amo, porque el mandato de belleza no es algo que, al querernos, desactivamos de una vez y para siempre. Los cuerpos diversos de mujeres y trans (gordas, rengas, tuertas, discapacitadas motrices, con amputaciones, con quemaduras, con cicatrices o acnés deformantes, desgarbadas, ancianas, y un enorme etcétera) sentimos deseos y atracción romántica, afectiva o sexual, y nos conectamos con otrxs a quienes les importa bastante poco cuánto me amo yo, o “cuan poco” se ama ella.
Esto es especialmente hostil con las mujeres que se sienten atraídas por varones cis hétero (varones, nacidos varones, que se perciben varones y quieren relacionarse con mujeres), pues el escrutinio cruel y el control de cada parte de ese cuerpo diverso será intenso y, muchas veces, colectivo -de la mano del sujeto y sus amigos que catalizan lo que sucede cuando vamos a una pileta pública, salimos a bailar o comemos un yogurt en la calle-.
“No importa lo que yo haga, me miran raro siempre… o con asco o con pena”, dice mi amiga tuerta.
La belleza es, sin duda, un mandato impuesto con muchísima fuerza sobre el colectivo de mujeres, lesbianas, travestis y trans y quedar afuera de este convierte la vida cotidiana en un suplicio. Darán cuenta de ello las mujeres gordas que son interpeladas a partir de su obesidad tanto en la calle como en los locales de indumentaria, en los eventos sociales, en su trabajo, etc.; podrán contar sus padecimientos las mujeres con discapacidades, con cicatrices, con quemaduras visibles, o las viejas que son mostradas como “vencidas” y “caducas”.
En este contexto, me preocupa lo que he llamado el “feminismo de las bellas”, que no me incluye a mí ni a ninguna de mis amigas que estamos en esos grupos de Whatsapp. El feminismo de las mujeres que sí están incluidas en la idea de belleza hegemónica, que le atribuye al movimiento colectivo de mujeres una impronta punitivista en el nombre de lo que las demás, que no pertenecemos a ese cánon, deberíamos hacer a pesar de no pertenecer, o justamente por no pertenecer. “Amate a vos misma” o “cambiá lo que no te haga feliz”, “aferrate a la gente que si te valora como sos” o “tenés que poner esfuerzo en quererte” suelen ser comentarios habituales que las que “no pertenecemos” solemos escuchar. Nunca falta el “no es tan así”, que es la fase negacionista del problema general.
El “si no te gusta cambialo” o el “amorpropismo”, algo que Nicolás Cuello describió en aquella nota publicada en Cosecha Roja, son la salida individual a un problema que es social y se filtró dentro del movimiento feminista (que es, sobre todo, el poder del colectivo).
Para socializar sexualmente, las mujeres necesitamos gustarle a otrxs y el poder del cambio individual frente a eso es acotado. ¿Qué puede hacer mi amiga tuerta sobre su ojo ausente? ¿Y mi amiga que usa un taco ortopédico pues su pie es 12 cm más corto que el otro? ¿Y la vieja o la que fue amputada para salvarse de un cáncer agresivo? El “cámbiate ejercitando” es el discurso de castigo a las gordas, ni siquiera en esa respuesta incluyen otros cuerpos diversos. E indistintamente de cuánto nos amemos nosotras, la vida no es un desfile amigable ni una tarde de abrazos en la Plaza de Mayo el 8M. La vida es una continuidad de espacio y tiempo transcurrido en corredores en los que nuestros cuerpos incomodan, desagradan y disturban, tres acciones que nos las hacen saber constantemente transmitiéndolo “con asco o con pena”.
La imagen de mujer fit, fortalecida (en autoestima y en musculatura) por horas de ejercicio, que logró (“por aproximación o por ajuste”, como decía cierto escritor mexicano) acercarse al ideal de belleza hegemónica e impuesta, es una figura atractiva y problemática dentro del feminismo: reivindica su cuerpo como discurso de la libertad pero reproduce, en cierto grado, el lugar de belleza y corporalidad-objetivada que las mujeres tenemos dentro del sistema patriarcal. Además, reproduce la desigualdad con las compañeras del movimiento.
Las mujeres “propicias” disfrutan de privilegios que las no “propicias” no tenemos. Eso no es culpa de ellas, ni deben esconder su cuerpo por pertenecer al parámetro hegemónico. Solo es interesante pensar que las mujeres hemos sido entrenadas en el arte de mostrarnos para satisfacción de un ajeno, mayoritariamente varón, al que le gusta vernos cuando encajamos en esos parámetros. Esto no es per se “empoderante” ni per se “feminista”.
Las feas, las tuertas, las gordas, las rengas, las discapacitadas, las que tenemos heridas de guerras y operaciones, las trans, las indígenas y las negras heterosexuales -que compartimos con otras mujeres sí hegemónicamente bellas eso de ganar menos, hacer más tareas domésticas y reproductivas, trabajar más horas por menor paga, sentir miedo en la calle, ser potenciales víctimas de femicidio-, tenemos el problema, además, de no gustarle a un objeto de deseo a quien le interesa bastante poco si nos amamos (pues nos deconstruimos) o si nos vemos a nosotras mismas con los ojos con los que nos mira él. Nuestros culos tienen pozos o están encastrados en una silla de rueda o colgado de dos muletas. Si quiero ejercitar para mejorarlo o irme a tomar birra con una amiga, no va a cambiar la estructura general del problema, pues la salida no es individual.
Cada una de nosotras transita su camino hacia la desobjetivación de nuestro cuerpo de la forma que puede, sabiendo que los parámetros estéticos que despreciamos y que quisiéramos que ya no existan más -y se caigan junto con el patriarcado-, aún no se cayeron y siguen firmes.
El amor propio tiene un límite cruel: somos seres sociales y vivimos en un colectivo con el que nos relacionamos, y las mujeres heterosexuales que no respondemos a los parámetros de belleza hegemónicos debemos relacionarnos con varones que fueron educados (muchas veces también por mujeres marginadas de “lo bello”, como nosotras) en que los cuerpos diversos no son eróticos, que son asquerosos, muchas veces encarnan lo sucio, lo dejado, lo desidioso, lo rechazable, lo agredible, lo burlable. Varones que son capaces de esconder el deseo para no ser centro de burlas de sus propios congéneres amigos, o que, en grupo, suelen agredir a esas mujeres por no tener un cuerpo que ellos sí crean que es atractivo.
El feminismo tiene el desafío de no quedar atrapado en un discurso de belleza, porque para las mujeres que (mejor o peor, con más o menos autoestima, de forma más auto percibida o menos) sí se encuentran dentro de esos estándares, acusar a las que no de estar muy pendientes de su estética o de hacer demasiado esfuerzo por atraer a un varón (en vez de amarse “como son” y “si no te quiere como sos, entonces no vale la pena”) o de no hacerlo y “dejarse estar”, es una reproducción de una desigualdad estructural. “No es el deseo de ser bella lo que está mal, claro, sino la obligación de serlo—o tratar de serlo”, decía Sontag.
El feminismo es una forma de pensamiento y acción de un colectivo diverso que ha encontrado formas de articulación y unión para cambiar el mundo y sus sistemas de dominación. Que el discurso de las bellas y el del amor propio no vuelvan la salida (que es grupal y todas juntas) en una opción individual.
Algunas “mujeres no propicias” podrán obviar el problema abrazándose al “me quiero y con eso alcanza”, otras harán ejercicio o dietas u operaciones estéticas y otras analizaremos qué hacer en cada momento de la vida.
Más que la libertad -o no- de mostrar nuestro cuerpos, cambiarlos o amarlos, me preocupa la poca cantidad de feministas negras, indígenas, con discapacidades, obesas, rengas, con cuerpos transicionales, que han proliferado en los medios de comunicación (o en redes sociales) y como, muchas veces, nuestras voces quedan invisibilizadas, debajo de discursos de compañeras que nos recomiendan qué hacer y cómo, desde el privilegio de su belleza hegemónica. Quizás es hora de debatir la representación que actúa dentro de nuestras organizaciones, si estamos dando espacio a las que no tienen la imagen “que los medios quieren”, a las que no lucen como “se espera que luzcamos”.
El movimiento feminista tiene el súper poder de la diversidad enorme y ninguna de nosotras está obligada a sentir representación por los liderazgos actuales. No sentirla, disentir, tiene el beneficio de alentar el surgimiento de nuevos liderazgos.
Cada una de nosotras transita su camino hacia la desobjetivación de nuestro cuerpo de la forma que puede, sabiendo que los parámetros estéticos que despreciamos y que quisiéramos que ya no existan más -y se caigan junto con el patriarcado-, aún no se cayeron y siguen firmes.
Los culos que se muestran o se tapan
Hace pocos días, un debate entre dos referentes (categorías que incluye a instagramers, youtubers, periodistas, etc.) trajo nuevamente la discusión sobre la belleza, el mostrar nuestros cuerpos, el esconderlos, el ejercitarlos, el empoderarnos a partir de lucir cuerpos “perfectos” o de sentir que tenemos poder aunque no lo mostremos.
El debate puede ser resumido en: una mujer que responde a la idea de belleza hegemónica indica que se está ejercitando en el gym y eso la empodera, y otra mujer que también responde a la idea de belleza hegemónica, comentó que empoderante es tomar una cerveza con amigas y amarte como sos, pues mostrar tu cuerpo hegemónico no implica empoderamiento alguno.
El empoderamiento es un concepto traidor, pues en nombre de mayor poder esconde al colectivo y ensalza al individuo. Sobre eso, “empoderarse a través del concepto de belleza” es doblemente conflictivo. Sontag lo describía mejor: “para estar seguros, la belleza es una forma de poder. Y con razón. Lo lamentable es que es la única forma de poder que la mayoría de las mujeres son alentadas a perseguir. Este poder siempre es concebido en relación al hombre; no es el poder para hacer, sino para atraer. Es el poder que se niega a sí mismo. Porque este poder no es aquel que puede ser elegido con libertad—al menos, no por las mujeres— o renunciado sin alguna censura social.” (http://vistelacalle.com/111201/belleza-de-mujer-ensayo-de-susan-sontag-para-vogue/)
En el contexto social en el que vivimos, si una mujer hegemónicamente bella, hallada propicia en sus formas estéticas, muestra una foto de su cuerpo, seguramente cosechará más comentarios positivos que negativos. Esto será inverso en los casos de mujeres “no propicias”.
Si una joven (o una vieja) cuyo cuerpo fue víctima de agresiones por no “adaptarse” al patrón impuesto y fue forzada a ir al gimnasio o disminuir/modificar su alimentación o su ingesta, llegado un momento de su vida decide no hacerlo más y disfrutar de una vida sin esos mandatos a los que fue sometida desde que recuerda, puede ser un acto liberador, una pequeña resistencia, una micro-rebeldía.
Pero el ejercicio de la liberación de mandatos es contextual y dinámico. No todo lo que hace una mujer que se considera feminista es feminista, no todo lo que nos gusta (o no nos gusta) hacer es emancipatorio, y no es necesario respaldarlo todo en un discurso general que nos legitime.
Si una mujer “propicia” se ejercita, eso no es feminista ni “empoderante” para el colectivo. Si una mujer “propicia” no se ejercita pero toma birra con una amiga, eso tampoco es necesariamente revolucionario. Además, no todas las mujeres van al gym para lucir mejor. El ejercicio no es una subdivisión de la belleza.
¿Hemos pensado en la cantidad de tiempo que ponemos en decirnos entre nosotras que debemos amarnos o cambiarnos, y en lo poco que hemos avanzado en cambiar a los varones, la publicidad, la discriminación laboral por base estética, la sociedad extra-movimiento feminista?
No estamos acá para cambiar un manual de obligaciones por otro, un sistema de mandatos y obligaciones por otro, estrategias de silenciamiento por otras. Llegamos para discutir, revertir todos los mandatos e inspeccionar rigurosamente cada uno de los ámbitos de reproducción (ruidosa o silenciada) del patriarcado, ante la inminencia de lo urgente (nos violan, nos golpean, nos maltratan, nos asesinan a cada momento) y de lo importante. Nuestro movimiento es mucho más que un compendio de tips estéticos.
(Mi amiga decidió aparecer nombrada de esta forma a lo largo del artículo, en conmemoración al varón que, una vez entrando a un local, nos gritó “la gorda y la tuerta”.)
Mariel -
Magdalena Lopez, aplausos de pie. Excelente Nota. El patriarcado es quien odia a lxs cuerpxs disidentes, no nos revictimicen adjudicándonos la responsabilidad de no poder aceptarnos y amarnos, cuando el sistema nos dice todo lo contrario.