imagen destacada

Huérfanos del femicidio: una abuela necesita que se cumpla la Ley Brisa para darles de comer a sus nietos

La madre de Mónica Garnica, quemada viva por su pareja, choca contra la burocracia para que se respete el derecho de los tres chicos.

Por Miriam Lewin

Cuando entra a la cocina de la casa precaria que comparte con toda su familia, los chicos- de 8, 5 y 3 años- están haciendo los deberes y dibujando sobre la mesa. No quiere hablar delante de ellos de temas que los angustien, así que los convence de que suspendan la tarea y salgan a jugar.

El relato comienza con la ilusión con la que esta nativa de La Paz y su marido, de Potosí, decidieron emigrar a una tierra de promesas, la Argentina. Fueron engañados. La obligaron a mantenerse encerrada en una piecita mientras su marido trabajaba doce horas por monedas en un taller de costura en Ezpeleta.

«Me decían que no me dejara ver por la policía, porque me iban a deportar. Así que yo no salía nunca, casi no veía el sol y hasta lavaba la ropa adentro», recuerda. No era el único problema. Cuando inscribió a sus hijos en la escuela, tuvo que defenderlos de la discriminación y hasta de las amenazas de sus compañeros. «¿Por qué discriminan tanto, por qué no dan clases para que no ocurra?», les pedía a los maestros.

La plata no les alcanzaba, y los chicos iban a un comedor. Allí le aseguraron que el peligro de deportación era una mentira de los tratantes de personas para mantenerlos sojuzgados y explotados . Su marido pudo conseguir otro trabajo y ella salir sin temor por primera vez.

Su cotidianeidad cambió. Pudieron alquilar una vivienda. Su hija mayor, Mónica, empezó a cursar la secundaria y a «noviar» con un chico de su edad. Miguel Saracho. Giovanna lo conocía, y tenía de él un buen concepto. Sabía que trabajaba como changarín, y mantenía a sus hermanos menores, porque «el padre los había abandonado».

Empezó a ver que el cuerpo de su hija tenía marcas: en los brazos, en el cuello. Cuando le preguntaba qué había pasado, ella ponía excusas.

Mónica quedó embarazada de él a los 17 años. Tuvo miedo de la reacción de su mamá, y al principio no le reveló quién era el padre. Cuando lo supo, Giovanna fue a hablar con su consuegra. Quiso comprometerla a que ella y su hijo se hicieran cargo, «como correspondía». «Pero ni siquiera la acompañaban a Mónica al control en la salita cuando yo no podía. No era gente de fiar», se lamenta.

Los primeros dos años Mónica y Miguel siguieron viéndose como novios. Él no aportaba dinero para su hijo ni lo visitaba. La excusa era que «le tenía miedo» a Giovanna. Cuando la pareja decidió convivir, terminó haciéndolo con la familia de él. Giovanna fue a ver a su consuegra nuevamente para encargarle que cuidara a su hija.

Mónica era muy joven, pero tenía un profundo sentido de la responsabilidad. Trabajaba en el mercado de verduras de la zona para pagar los gastos y por la noche, estudiaba. Los fines de semana, conseguía trabajo de moza en eventos. «Yo soy mamá y me hago cargo», repetía. Pronto, se recibió de bachiller.

Giovanna estaba orgullosa, pero quería aconsejarla. «No te llenes de hijos, porque eso te va a complicar», le decía. Pero después de un tiempo, Mónica quedó embarazada nuevamente, esta vez de una nena. «No te preocupes mami, vos decís que no voy a poder, pero puedo», la calmaba su hija.

Fue entonces que decidió ir a la Universidad. Quería hacer lo que su padre -que había tenido que abandonar la carrera- no había podido. A los pocos meses, le contó su decisión: «Son muchos años, mamá, voy a estudiar una carrera más corta para poder trabajar y después sí, voy a ser médica». Empezó la Licenciatura en Organización de Quirófano en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, en Florencio Varela.

Poco después, llegó el tercer embarazo, pero Mónica siguió con su carrera. «Iba con la panza a la facultad, estudiaba y trabajaba», recuerda Giovanna con admiración. «A veces a los chicos se los cuidaba yo, otras una niñera o la suegra», agrega.

También incentivó a Miguel para que terminara el secundario. Él lo hizo, y planeaba entrar a la Policía, para tener un trabajo estable. Había perdido el que tenía en un bar porque el lugar cerró. Con la indemnización, le ayudó a terminar la casa a su madre.

Mónica entonces le pidió un préstamo a su empleadora para construirse una casita de material en el mismo terreno. «Lo hizo con sacrificio para que sus hijos estuvieran bien, y salió todo de su bolsillo, de su trabajo. A veces me pedía que le prestara, para los ladrillos para el cemento», se emociona su mamá.

Giovanna vivía lejos de la casa de Mónica. Cuando la visitaba, notaba que su yerno se ponía incómodo. Empezó a ver que su hija tenía marcas: en los brazos, en el cuello. Cuando le preguntaba qué había pasado, ella ponía excusas. Una vez, la vio con un ojo en compota. «Discutimos y se nos fue de las manos», era la excusa que la hija le daba.

El nieto mayor de Giovanna le contaba la verdad :»Mi papá casi la mata a mi mamá, y yo le fui a pedir ayuda a la abuela. Pero no digas que sabés, porque papá me va a pegar», le advertía.

Giovanna no sabía qué hacer. Mónica le reveló que Miguel había tenido dos hijos fuera de la pareja. La primera, una nena que ella llegó a recibir en su casa. «Los chicos no tienen la culpa de lo que hacemos los grandes», se justificaba. Otro, un varón con una amiga de ella. La angustiaba recibir llamadas de una mujer que la insultaba y le decía que permitiera que Miguel se fuera a vivir con ella.

Huérfanos del femicidio: una abuela necesita que se cumpla la Ley Brisa. La Universidad donde estudiaba la recuerda con una placa.
La Universidad donde estudiaba la recuerda con una placa.

Su yerno no disimulaba que se sentía molesto de que visitara a su hija. Ella empezó a dejarle los chicos por largas temporadas. Hoy Giovanna piensa que no quería que fueran testigos de la violencia que sufría. O quizás fuera verdad que necesitaba tranquilidad para preparar materias como Mónica argumentaba.

Para la Navidad del 2017, Mónica le dijo que iba a comprarle una tablet a cada uno de los chicos. Giovanna iba a participar del regalo, aunque le recriminó que era muy caro. Pero para ella, que sus hijos tuvieran acceso a la tecnología era abrirles las puertas del mundo del saber, y el gasto valía la pena.

Iban a pasar Nochebuena todos juntos. «Venite temprano, no me dejen sola preparando todo para la cena», le pidió su mamá. Ese día, Mónica no apareció a la hora convenida. No contestaba el celular. A la una, Giovanna recibió una llamada de una desconocida que le informaba que su hija había tenido un accidente y se había quemado. «Seguro que fue en la cocina, yo le pedí que tuviera cuidado «, se preocupó.

Cuando llegó al hospital se enteró de la real gravedad del supuesto «accidente». La primera versión de Miguel fue que había descubierto una foto desnuda que Mónica le había mandado a un compañero de la facultad, que había rociado su ropa con alcohol para prenderlas fuego. La chica se habría quemado cuando se arrojó sobre las prendas en llamas para apagarlas. Cuando se descubrió lo que en realidad había pasado, fue inmediatamente detenido.

Cuando iniciaron el proceso de guarda de los menores en la Defensoría de la zona , la funcionaria a cargo les preguntó si no querían «volverse a su país»

La desconocida que había llamado a Giovanna para avisarle del «accidente» era una vecina de la pareja. Le reveló que veía cómo Miguel arrastraba del cabello a su hija, y cómo su suegra y su cuñada también le pegaban. Mientras esperaban a la ambulancia, ella se acercó a Mónica que le pidió que se comunicara con su madre y le dio el número con sus últimas fuerzas.

«Yo me puse como loca, quise golpear a la familia de él. No podía creer que mi hija estuviera así. Ella se hinchó después, no era mi hija, parecía un monstruo», solloza. «Él la quemó viva», Mónica Garnica peleó contra la muerte, pero falleció pocos días más tarde.

«Yo me la tendría que haber traído para mi casa. La tendría viva ahora. Mi marido le había construido una pieza porque ella había dicho que se quería volver con nosotros y dejar a Miguel. Las chicas de una iglesia evangélica adonde iba la habían acompañado a hacer una denuncia, pero él la convenció a Mónica de que la retirara para que pudiera entrar a la policía y progresar», se desespera.

La ayuda y el reconocimiento de la universidad donde estudiaba Mónica no estuvieron ausentes. Hay una placa con su nombre en un aula, y directivos, profesores y compañeros le trajeron la imagen de su hija: una estudiante abnegada, que se habría recibido este año.

Comidita de barro y pasto

Los hijos de Mónica Garnica están bien psicológicamente. Creen que su mamá está en el cielo y señalan alguna estrella, desde donde ella los vigila, «para ver si estudian y se portan bien», sonríe Giovanna. «Mi mamá estudiaba mucho«, repite el mayor.

Pero las necesidades son extremas. No hubo regalos esta Nochebuena, ni comida para poner en la mesa. «Hay días en que no comemos. Los chicos comen en la escuela», señala. Su marido, abuelo de los chicos, trabajaba en una imprenta que quebró. El próximo es el último mes en que cobrará el subsidio por desempleo. «Ya se había quedado desocupado antes de la muerte de Mónica, y ella se preocupaba por conseguirle algo. Pero es difícil que alguien lo tome a los 50 años. A veces, surge alguna changa», susurra, como avergonzada.

Los tres hijos de Mónica, que carecen de lo indispensable, tienen derecho a cobrar una jubilación mínima cada uno gracias a la Ley Brisa. También a una cobertura de salud hasta los 21 años. Estos beneficios se podrían sumar a la asignación universal por hijo. Sin embargo, los trámites se demoran.

Cuando Giovanna y su marido se presentaron a iniciar el proceso de guarda de los menores en la defensoría de la zona, la funcionaria a cargo les preguntó si no querían «volverse a su país». Ella estaba tan devastada que no contestó. Se sintió discriminada, una vez más. No recibió orientación adecuada, y la burocracia es un laberinto. Problemas con un cambio de apellido de su yerno, que fue reconocido por su padre cuando era mayor de edad, complican las cosas.

Pero las necesidades no esperan. A pesar de la ayuda del programa Acceso a la Justicia, lo que les corresponde como derecho a los chicos no llega. Mientras tanto, juegan cocinando «comidita» de agua, tierra y pasto en la entrada de la casilla de un asentamiento de Florencio Varela.

 

TN

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *