“Ruta crítica” no es un término legal. Viene del mundo de la planificación de proyectos y se usa para identificar los pasos indispensables, los que definen si algo llega a concretarse o fracasa. Pero pocas expresiones describen mejor el derrotero de las mujeres que reclaman judicialmente la cuota alimentaria.
Por Lenny Cáceres*
Punto de partida: ¿Por qué una madre debe iniciar una demanda para que sus hijas e hijos coman?
Porque en la práctica, para que hijas e hijos reciban lo mínimo —el dinero necesario para comer, vestirse, estudiar o simplemente existir con dignidad—, muchas veces hace falta transitar una verdadera carrera de obstáculos: la decisión de iniciar el reclamo, el desgaste emocional, las trabas burocráticas, las dilaciones judiciales, las ausencias deliberadas del progenitor y, en muchos casos, la revictimización.
Lo que debería ser un trámite sencillo y automático se convierte, para miles de madres, en una travesía solitaria. La sola necesidad de tener que judicializar el derecho a la alimentación ya muestra el desequilibrio de base: ellas crían, sostienen y gestionan; ellos, en no pocos casos, se desentienden.
Y lo que es peor: encuentran eco y complicidad en su entorno. Desde la familia que los justifica hasta abogados que los asesoran para evadir obligaciones.
Así empieza la “ruta crítica” de la cuota alimentaria: no con una demanda judicial, sino con un abandono silencioso. Uno que duele más porque cae sobre quien ya está haciendo todo.
El silencio y la evasión: la primera forma de violencia
No siempre hay una discusión, un portazo o una ruptura definitiva. A veces, el padre simplemente se va… o se queda, pero se borra. La cuota alimentaria se vuelve un tema incómodo, pospuesto, minimizado.
La respuesta inicial suele ser el silencio. No hay transferencia, no hay conversación. Solo hay ausencia.
Luego llegan las excusas: “estoy sin laburo”, “me quedó bloqueada la cuenta”, “te voy a dar cuando pueda”. Palabras vacías que se repiten como un guion aprendido, mientras la madre reorganiza su economía para cubrir lo que falta, una vez más.
La evasión no es solo financiera. Es emocional, moral y hasta social. Porque muchas veces, el progenitor no solo esquiva su responsabilidad, sino que encuentra justificación en quienes lo rodean. Madres, hermanas, nuevas parejas que defienden lo indefendible con frases que suenan como piedritas en el estómago.
Así, la carga se redobla. Porque además de sostener a su hija o hijo, la mujer debe luchar contra un relato social que banaliza el incumplimiento paterno y lo presenta como algo menor, casi anecdótico.
Como si la ausencia de dinero no fuera también una forma de abandono.
Como si criar sin apoyo fuera una elección.

El laberinto legal: abogados, audiencias, papeles… y abuelas, abuelos citados
Iniciar el reclamo por cuota alimentaria no es solo un acto jurídico. Es también una declaración de guerra silenciosa: contra el padre que no cumple, contra un sistema que no actúa con urgencia y contra una cultura que mira para otro lado.
Lo primero que muchas mujeres encuentran es la falta de información clara. ¿Dónde se inicia? ¿Hace falta abogada? ¿Cuánto cuesta? ¿Cuánto tarda?
En muchos casos, hay que pagar asesoramiento legal. En otros, se acude a defensorías colapsadas o programas de patrocinio gratuito. A eso se suman audiencias, trámites, traslados, licencias laborales. La mujer no solo cría: ahora también debe aprender a litigar.
Y cuando se logra avanzar, aparece una figura inesperada en el expediente: padres y madres del deudor.
Porque si el padre no paga, la ley prevé que abuelas y abuelos —familiares directos— pueden obligarse a cubrir la cuota.
Sobre el papel, es una herramienta para proteger el interés superior del niño (niñas).
En la práctica, abre dilemas éticos, afectivos y hasta morales: ¿qué pasa si abuelas y abuelos no tienen vínculo con su hijo, deudor alimentario, o el vínculo es de manipulación y violencia? ¿Qué pasa cuando ya cuidan y sostienen a nietas y nietos, y la madre no quiere dañarlos con una demanda?
Así, el laberinto legal se vuelve emocional.
Porque detrás de cada escrito, hay una historia de silencios, de negociaciones internas, de mujeres que deben elegir entre el sustento o la armonía familiar.
Y todo, mientras el verdadero deudor sigue ausente. Sin pagar. Sin aparecer.
Justicia lenta, niñez urgida
El tiempo de la justicia no es el tiempo de la niñez y adolescencia.
Mientras un expediente duerme en un juzgado, una niña, un niño crece. Mientras se espera una notificación, adolescentes dejan sus actividades extracurriculares y empiezan a trabajar para ayudar.
La demora judicial no es solo una cuestión administrativa: es una forma de desamparo.
Muchas madres que logran iniciar el reclamo por cuota alimentaria quedan atrapadas en un sistema donde cada paso tarda meses. Citaciones que no llegan, audiencias que se suspenden, medidas que no se ejecutan. Y mientras tanto, el padre deudor —muchas veces con trabajo informal o ingresos no registrados— se escapa por las grietas del sistema.
Las mujeres llevan recibos, presupuestos, listas de gastos, boletas, historiales médicos. Y aún así, tienen que demostrar una y otra vez que la necesidad es real. Que no están exagerando. Que no es un capricho.
El sistema, en lugar de ser garante, las trata como si tuvieran que justificar cada centavo.
Como si el hambre tuviera que probarse.
La burocracia tiene sus formas, sí. Pero también tiene sus consecuencias. Y esas consecuencias las pagan niñas, niños y adolescents. No el deudor, ni sus abogados, ni los plazos judiciales.
Las paga el hijo que se queda sin zapatillas. La hija que pregunta por qué papá no llama. La madre que deja de comer carne para que a ellos no les falte.
La justicia llega, a veces. Pero llega tarde. Cuando ya no se usan pañales. Cuando ya se perdió un año de terapia. Cuando la niñez ya no está.
La maternidad como carga exclusiva
Criar sola no es solo pagar sola.
Es pensar sola, decidir sola, resolver sola. Es estar siempre atenta, sin poder relajar nunca. Aunque haya cuota alimentaria, aunque haya una videollamada cada tanto, la carga no se reparte. La responsabilidad emocional y logística sigue cayendo sobre una sola persona.
La madre no solo calcula cuánto cuesta la comida o el colegio. También gestiona los cumpleaños, las vacunas, los miedos nocturnos, las preguntas difíciles, la ropa que ya no les entra, el recreo sin merienda.
Esa carga, que rara vez se ve, tiene nombre: carga mental.
Es la que agota aunque no se levante peso. La que no descansa ni cuando el cuerpo duerme.
Y lo más cruel es que esta carga no figura en los expedientes judiciales, ni se mide en pesos.
Entonces, cuando finalmente llega la cuota —con suerte, en término y completa—, no se vive como justicia, sino como alivio. Un alivio parcial. Porque la balanza sigue despareja.
La maternidad se ejerce entera. Sin medias jornadas. Sin opción a renuncia. Y con la conciencia permanente de que no hay red: si ella cae, todo cae.
¿Y la otra parte? La indiferencia del progenitor (y su entorno)
No se puede hablar de la “ruta crítica” de la cuota alimentaria sin mirar de frente a quien la provoca: el progenitor que no cumple.
Ese que desaparece, que se borra, que promete y no cumple, que contesta cuando quiere o no contesta nunca.
Pero también está el que sí aparece: el que usa su presencia para manipular, para negociar afecto por silencio, para plantear condiciones.
Algunos se victimizan: “No me dejan ver al nene, por eso no pago.” Otros, más sofisticados, usan estrategias aprendidas: ocultan ingresos, cambian de trabajo, se pasan al empleo informal.
Pero lo más inquietante es que no actúan solos.
Muchas veces, su entorno familiar —padres, madres, hermanas— los apaña. Los justifica. O peor aún: los protege activamente.
En lugar de interpelarlos, reparten culpas: “Es un tema de los dos”, “Ella también podría ceder”, “andá a saber en qué se gasta la plata”.
Empleadores que ocultan o disfrazan sus ingresos.
Así, el abandono se vuelve estructural.
Porque no solo falta la cuota, falta la condena social al incumplimiento.
Una madre sola es “heroica”. Un padre ausente es invisible.
¿Quién defiende a niñas, niños y adolescentes?
En los papeles, niños y niñas tienen prioridad.
La ley lo dice con claridad: el derecho alimentario es irrenunciable, imprescriptible, y debe garantizarse sin dilaciones.
Pero en la práctica, ese principio suele perderse entre expedientes que duermen, notificaciones que no llegan y resoluciones que no se ejecutan.
La pregunta que muchas madres se hacen es sencilla y dolorosa: ¿Dónde está el Estado cuando un padre no paga?
Mientras ellas juntan recibos, pagan abogados, organizan audiencias y hacen malabares con el sueldo, el sistema responde con tiempos que no respetan la urgencia de la niñez.
La burocracia judicial —dura, lenta, impersonal— contrasta con las necesidades concretas de una chica, un chico que no puede esperar.
Las medidas coercitivas se aplican tarde, o nunca.
Mientras tanto, las madres siguen haciendo de todo: reclaman, prueban, insisten.
Hijas a hijos crecen sin que nadie, desde el Estado, los nombre como lo que son: personas sujetas de derecho.
A veces, lo más violento no es solo el abandono del progenitor, sino también la pasividad de las instituciones que deberían proteger.
Porque cuando no se actúa a tiempo, la justicia no solo calla: se convierte en cómplice de ese silencio.
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Conclusión: la deuda que no prescribe
La “ruta crítica” de la cuota alimentaria no es un concepto legal, pero sí es una realidad política, social y emocional.
No se trata solo de conseguir un monto mensual. Se trata de desarmar una estructura que tolera el abandono paterno, que naturaliza la sobrecarga materna y que permite que el sistema judicial actúe como si tuviera todo el tiempo del mundo.
¿Por qué una mujer debe mendigar lo que sus hijas e hijos necesitan por derecho?
¿Por qué se la obliga a elegir entre la paz familiar y la justicia?
¿Por qué el peso de demostrar la necesidad siempre recae en ella?
¿Por qué no escandaliza más que un progenitor desaparezca y no pase nada?
La deuda alimentaria es, muchas veces, el primer abandono.
Y como toda deuda, deja marcas: en la economía, en el cuerpo, en la cabeza y en el corazón.
En la niñez y adolescencia que entienden más de lo que las personas adultas creen.
Y en las madres que, una vez más, siguen criando con todo en contra, pero sin bajar la voz.
(*) Periodista feminista abolicionista, directora/editora de Diario Digital Femenino. Titular de la web de Asesoramiento y Capacitación https://lennycaceres.com.ar/
Autora del libro La transversalidad del género: espacios y disputas.(Ed. Sudestada)
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