De mujer a “útero con patas”. Vanessa y Laura relatan sus experiencias personales al toparse de frente con esta cara oculta del patriarcado.
Antes de que chegues
deberán relucir os alambiques onde se destila o sangue
e o verde e o marrón deberán botar a sortes os teus ollos
e que o mundo poida ver a través do teu grandioso iris
prenatal
Olga Novo (2019)
Por Uxía Iglesias
La violencia de género, la mala praxis médica y la mirada androcéntrica de la medicina están detrás de la violencia obstétrica. Cuando hablamos de ella nos referimos en realidad a un universo de palabras extrañas (episiotomías, maniobras de Kristeller y Hamilton, fórceps, oxitocina, buscapina…) que suelen ser pronunciadas por profesionales de bata blanca en las consultas de obstetricia o salas de paritorio sin que las mujeres que se ven sometidas a ellas sepan de qué se tratan. La atención deshumanizada se mezcla con la patologización de los procesos naturales de la maternidad y con la infantilización de las mujeres y faltas de respeto hacia ellas. En la primera entrega de este reportaje ya se habló de los significados de la violencia obstétrica.
En la camilla del hospital y a punto de parir, las mujeres que sufren violencia obstétrica son reducidas a sujetos pasivos sin control sobre sus cuerpos ante la autoridad incuestionable de los profesionales, que rutinizan partos instrumentalizados y prácticas dictadas sin consentimiento informado y/o sin justificación. La violencia obstétrica, en su forma física y psicológica, configura una realidad aún muy asentada en los hospitales gallegos: según el reciente Informe del Observatorio de las Violencias Machistas en la Maternidad de la asociación gallega Materfem, el 86% de las mujeres participantes dijo haber vivido este tipo de violencias. Más del 44% la sufrió bastantes veces y casi otro tanto en contadas ocasiones. He aquí la historia de Vanessa y Laura, dos mujeres que relatan su embarazo, parto y posparto en el Hospital de Cee y en el Hospital de Ourense.
De cesáreas programadas y depresiones postparto
“Un útero con patas”. Son las cuatro palabras que encuentra Vanessa Viquendi para describir cómo se sintió a partir del quinto mes de su embarazo. A esa altura, en una consulta rutinaria en el hospital Virxe da Xunqueira de Cee – donde dio a luz hace cinco años -, le indicó a la matrona que su madre había sufrido diabetes gestacional. “A partir de ese momento sentí que me habían catalogado a mí también. Me anularon y me desplazaron de las decisiones”. Se sometió a un Test de O’Sullivan y a una “curva larga” de glucosa que, según explica, no determinaron con claridad si ella también sufría este tipo de diabetes, puesto que la segunda de las pruebas se produjo justo después de cinco días de ingreso en el hospital que con mucha probabilidad pudieron alterar los resultados. Con todo, con los datos “cogidos con pinzas”, la obligaron a pincharse tres veces al día para controlar la glucosa. “Me amenazaron con que si me negaba, llegaría un momento en que me tendría que pinchar insulina”, relata. “¡Lloré de rabia!”.
Desde ese momento, “tratada como una enferma” más que como futura madre con capacidad de decisión, el embarazo se fue trabando en una cadena de nervios y estrés que tocaron uno de sus puntos más álgidos en la consulta en la que le comunicaron que su niña venía de nalgas. Sabía, por compañeras que habían dado a luz en ese mismo hospital, que esa noticia desembocaba en una práctica que no quería asumir: la programación del parto a través de cesárea. Al principio se negó a firmar la autorización. “Mi problema, más bien para ellos, fue tener conocimiento”, dice Vanessa. “No quería que me quitaran al bebé antes de tiempo: ¿Quién me aseguraba que tendría madurez pulmonar y no iba a arrastrar problemas respiratorios? No había riesgos vitales en esperar a mi parto de manera natural”, cuenta. Finalmente decidió no presentarse a la cita. “Eché ese día y esa noche llorando. Nadie me había llamado para explicarme cómo se iba a desarrollar y, además, no había motivo para programarla. Sólo su comodidad”.
Oponerse a esa decisión le costó la negativa del hospital a seguir atendiéndola: “Me dijeron que no volviese por allí, que no me iban a dar más citas para el seguimiento del embarazo”. Llegó a valorar incluso la posibilidad de interponer una denuncia, puesto que no le quedaba otra que entrar por urgencias si quería ejercer su derecho a ser atendida. El nivel de estrés que le provocaron estas situaciones alargaron la llegada de su niña hasta la semana 41 más cuatro, día en el que finalmente accedió a la cesárea. Le pincharon hasta siete veces la epidural mientras le recriminaban que tenía “las vértebras muy juntas”. Una vez nacida su niña, no dejaron que hiciese el piel con piel hasta una hora después de rematar de coser la cesárea, a pesar de que la mayor parte de los profesionales hablan del carácter esencial de esta técnica tras el parto, que consiste en dejar al bebé encima del vientre materno durante al menos dos horas. “¿Qué pasa?, ¡Yo quiero a mi niña ya!”, desesperaba Vanessa.
La vivencia de un embarazo o de un parto traumático puede provocar a las madres depresiones posparto y otro tipo de complicaciones, físicas y psicológicas, que se alargan en el tiempo
“Porque mi niño fue como un toro, sino no sé que tendría pasado”, cuenta Laura, enfermera de profesión, sobre su embarazo. A esta otra madre le practicaron la maniobra de Hamilton sin avisar días antes de ingresar. Se trata de un tacto vaginal en movimiento circular que se realiza para desprender las membranas amnióticas de la pared del útero y que desencadena las contracciones en pocas horas. “Estás muy verde. Necesitas una ayuda”, le dijeron. Recuerda levantarse de la camilla con el dolor que le causaron aquellos tactos. Su parto, en el Hospital Universitario de Ourense, se eternizó durante tres días y aún hoy no conoce con certeza qué pasó durante el nacimiento de su niño y qué fármacos le administraron a ella. “De repente, me mandaron tumbarme y empezó a venir más y más gente. Comenzaron a ponerme medicación, no sé lo qué. Todos tenían que meterme allí a mano, parecía que con un solo tacto no valía”, se explica Laura. “Dos ginecólogos, tres matronas, y mi marido fuera. No entendía anda”. Tras horas con contracciones a cada minuto, decidieron detenerle el parto. Sólo cuando ella preguntó el porqué, una vez en planta, los profesionales le informaron de que su niño “venía ahogado”.
El día siguiente comenzó con aplicaciones de oxitocina para acelerar el parto y hasta tres rescates de epidural. El tiempo pasó con lentitud hasta que en la siguiente madrugada, después de hacer fiebres superiores a 38º, empezaron a “meterme las palas”, dice refiriéndose a los fórceps – instrumento para facilitar la salida de la cabeza del bebé -. En ese rato, “me sedaron sin avisarme”, explica. “De hecho me dijeron que era oxígeno lo que me iban a administrar, pero yo sabía que no porque aquello tenía olor”. Al momento se quedó dormida, y cuando despertó, vio todo lleno de sangre: su barriga, sus piernas, las manos y la cara del ginecólogo… “¿Pero qué pasó aquí?”. “Fue un parto con fórceps. Perdiste mucha sangre”, fue la única respuesta que recibió. “En la primera consulta con la matrona después de parir me preguntaron si retenía la caca y el pis. ¿Pero qué me estaba contando? Nadie me había explicado que uno de los posibles efectos secundarios de los fórceps era la incontinencia”. Tampoco nadie le explicó si el bebé había sufrido algún tipo de consecuencia ni cómo había transcurrido en realidad el parto. “Vi a mi niño lleno de marcas en la cara. Me lo pusieron cinco minutos en el pecho y me lo llevaron para neonatos”, cuenta Laura.
“La lactancia materna es una decisión de las mujeres que no se nos puede coartar en función de las comodidades de ningún profesional”
Y allí vino lo peor, “allí sí que lo pasé mal”. Su niño se quedó durante siete jornadas en la unidad de neonatos (no UCI) del hospital de Ourense, un lugar que “no está adaptado” para una madre que acaba de parir y que tiene su vagina herida y todo su cuerpo dolorido. Más allá de esta unidad, “ninguna instalación en mi planta está adaptada para una episiotomía”, refiere Laura. Excepto algún profesional, esta madre sólo se encontró con gritos y con constantes juicios alrededor de la lactancia y crianza en neonatos. Le echaban la “bronca” incluso por coger su niño en brazos: “¿Qué vas a hacer? Acabo de bañarlo y de darle el biberón, si lo coges me lo vas a despertar, y luego te vas a marchar y dejármelo llorando”, le ha reprendido alguna enfermera. “Siempre estaban metiéndome miedo. Te venden la historia de que es una sala 24 horas abierta para las madres y prolactancia, pero de eso nada”. La poca sensibilidad y calma por parte de la mayoría de profesionales durante aquellos días impidió que Laura pudiera sentir aquel como un espacio seguro para ella y su niño. Ni siquiera respetaron los tiempos precisos para que le tomara el pecho. “No me permitían tenerlo conmigo para estimular o me decían que lo dejase sólo cinco minutos en cada teta. Cuando salimos del hospital me busqué la vida y me torturé bastante con esto, pero ya era tarde”, se lamenta. Perder esa posibilidad aún le pesa hoy, le dejó marca. “La lactancia materna es una decisión de las mujeres que no se nos puede coartar en función de las comodidades de ningún profesional”.
A veces de manera muy sutil y otras de forma más evidente, la violencia obstétrica ahoga cualquier posibilidad de embarazo, parto y posparto digno, participativo y respetuoso. Legitima la pasividad de las mujeres y se perpetúa de la mano de un sistema patriarcal y una sanidad falta de recursos. Contra todo esto, se hace necesario alzar la voz, claman Vanessa y Laura, para que ninguna otra mujer sea sometida durante su proceso de maternar. Para que ningún otro parto sea robado a quien le pertenece.