El movimiento feminista ha sostenido un reclamo a lo largo de los siglos, que las mujeres puedan decidir libremente sobre sus cuerpos y hacer lo que quieran con ellos. Justamente esta premisa, que podría presentarse como antagónica, permite reflexionar sobre el caso denunciado por estos días: monjas privadas ilegítimamente de su libertad en un convento de la ciudad de Nogoyá, y la denuncia de la aplicación de tormentos como el uso del cilicio, de métodos de castigo corporal y prácticas de autoflagelación, autoagresión, como parte de los distintos mecanismos de control que la Iglesia ha mantenido a lo largo de los siglos, para vigilar y castigar.
Lic. Sandra V. Miguez[1]

La investigación periodística que el semanario Análisis de la Actualidad mantuvo por casi dos años, reveló que las Carmelitas Descalzas del convento de la localidad entrerriana de Nogoyá, “sufren torturas físicas y psicológicas”. La denuncia puso a la sociedad frente a un tema controversial: los métodos que ha empleado durante siglos la Iglesia católica para sostener su poder a través de distintos mecanismos de control y la aceptación de estas prácticas prehistóricas como forma de pertenecer a este colectivo religioso y de “expiar culpas”.
La denuncia concreta, los testimonios de ex religiosas, de familiares y de profesionales de la salud que atendieron a las monjas de la mencionada localidad, se refieren a la privación ilegítima de la libertad -en el caso de monjas que querían retirarse de la congregación- y apuntan a una serie de prácticas que incluyen la privación de atención sanitaria y psicológica de las mismas (hay denuncias de casos de desnutrición y de intentos de suicidio), la promoción de métodos de tortura autoinfligidos, el enclaustramiento a pan y agua durante dos días, el impedimento de contacto familiar, el uso de mordazas construido por las monjas como parte de la autoflagelación, el estricto control de correspondencia con personas externas al convento, entre un sinnúmero de elementos que han sido detallados, y que demandarán una exhaustiva investigación judicial para establecer responsabilidades precisas por violación a derechos humanos fundamentales.
Respuestas insostenibles
En medio del escándalo que desató la noticia, las autoridades eclesiásticas de Entre Ríos, se vieron obligadas presentar una queja formal e intentar minimizar la denuncia, mediante una serie de acciones que fueron desde el reclamo a las autoridades provinciales, al igual que ante la Procuraduría General por el procedimiento legal llevado adelante por el fiscal Federico Uriburu-y el allanamiento que se produjo en el convento-, hasta brindar una conferencia de prensa donde la máxima autoridad, el arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, habló de “autodeterminación” y minimizó el autoflagelo con frases poco convincentes: “Las carmelitas mantienen tradiciones que son corporales, no son torturas, no son obligatorias. Libremente, los que quieran pueden usar el cilicio”, aseguró, para admitir que ese elemento es usado “los viernes, un ratito”. También Puiggari indicó: “El cilicio es un alambre, con unos pinchecitos que se ponen alrededor de la pierna, que no lastiman ni sacan sangre, pero molestan”. Prácticas sugeridas por la institución como formas admitidas de “penitencia”, “sacrificio” y “expurgación”.
Vigilar y castigar: el poder de instituir
El reclamo de la libre decisión sobre el cuerpo de las propias mujeres es tan antiguo, como lo es a su vez, la denuncia formulada por prestigiosas figuras de la filosofía, la sociología, la psicología, respecto a los mecanismos de control que lleva adelante la Iglesia, mediante prácticas que buscan imponer una visión patriarcal, que castiga, controla y reprime los cuerpos, en particular el cuerpo de las mujeres.
El tema de estos métodos para controlar y castigar, no son nuevos. Hace siglos que la Iglesia ha instituido imposiciones para poder defender “la propiedad” -su propiedad- y restaurar su poder cuando se ha sentido amenazada.
Hay prominentes estudios de investigadoras e investigadores que dan cuenta de ello. Por caso, Silvia Federici, en su libro “Calibán y la bruja” reseña el trabajo de otros autores que mencionan los Sínodos Lateranos del siglo XII, que establecieron entre otras cuestiones la prohibición de los casamientos en el clero, la anulación de los casamientos existentes -que llevaron al terror y a la absoluta pobreza a las familias de los curas, especialmente esposas e hijos- así como la indicación de evitar las relaciones sexuales en fechas determinadas, o cualquier otra indicación para regular el comportamiento sexual .
“Desde épocas muy tempranas, (desde que la Iglesia se convirtió en la religión estatal en el siglo IV), el clero reconoció el poder que el deseo sexual confería a las mujeres sobre los hombres y trató persistentemente de exorcizarlo identificando lo sagrado con la práctica de evitar a las mujeres y el sexo. Expulsar a las mujeres de cualquier momento de la liturgia y de la administración de los sacramentos; tratar de usurpar la mágica capacidad de dar vida de las mujeres al adoptar un atuendo femenino; hacer de la sexualidad un objeto de vergüenza…tales fueron los medios a través de los cuales una casta patriarcal intentó quebrar el poder de las mujeres y de su atracción erótica…” dice Federici para luego resumir parte de las pautas establecidas por la Iglesia para imponer su autoridad.
“Los cánones reformados del siglo XII ordenaban a las parejas casadas a evitar el sexo durante los tres períodos de Cuaresma asociados con Pascua, Pentecostés y Navidad, en cualquier domingo del año, en los días festivos previos a recibir la comunión, en su noche de bodas, durante los períodos menstruales de la esposa, durante el embarazo, durante la lactancia y mientras hacían penitencia” cita Federici en su libro, respecto al estudio realizado por Brundage en 1987.
Estas restricciones, al igual que los métodos de castigo corporal, fueron reafirmaciones, de lo que la Iglesia ha sabido construir: uno de los mecanismos más poderosos de control, que ha penetrado en la conciencia de quienes se llaman católicas y que -como señala Brundage- fue transformada en un instrumento efectivo para el gobierno y disciplina eclesiásticas en las cuales tanto la Iglesia como los laicos, reconocían como requisito legal, con penalidades explícitas.
Comprender parte de esta historia de dominación que la Iglesia ha llevado adelante, el rol que al que ha restringido a las mujeres, la asignación del cuerpo como territorio donde se inscribe el poder, y donde se aplican los castigos para restituir ese poder, puede arrojar un poco de luz sobre la constante necesidad de desentrañar prácticas medievales, que aún siguen vigentes, y que por sobre todas las cosas muestran con claridad la necesidad de seguir trabajando para dilucidar distintas formas que alcanza la violencia de género, la violencia patriarcal, la violencia machista y la violencia en general, cuando ésta está enquistada institucionalmente y se encuentra aún presentes con inscripciones tan claras sobre nuestros cuerpos.