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El 25 de noviembre del año 2018, en ocasión del Día Internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres, Antonio Manuel de Oliveira Guterres, un político e ingeniero físico portugués de 70 años, Secretario General de la ONU; seguramente con la mejor intención, declaró que la violencia contra las mujeres era una pandemia mundial.

Por Cristina Lobaiza Estrada*

Quién le pone el cascabel al gato
Quién le pone el cascabel al gato

Último escalón de una ocurrencia de Antonio Manuel, quien seguidamente definía a la violencia contra las mujeres como un agravio moral, un motivo de vergüenza, un obstáculo para el desarrollo y una falta de respeto.

Seguramente, para quienes diariamente, desde distintos lugares, nos encontramos de manera consciente con las violencias de cada día; o porque nos enjabonamos la cicatriz, cada mañana, en ocasión de la ducha que nos pondrá de nuevo en el ruedo de las industrias de producción o reproducción; o porque tenemos que vérnosla con ellas en el consultorio, en el territorio, en los tribunales, en la mesa del domingo y en las vacaciones con la familia; la ocurrencia del hombre resultó inquietante.

Pasó.

Acaso ocupadísimas, seteadas para la reproducción de personas, ficciones y contenidos, o, incluso las más astutas y guerreras, ilusionando alguna partida de presupuesto extra que de la condición “pandemia” —flamante adquisición— pudiese seguirse.  Lo dejamos pasar.

Y entonces, ya que pasó y que estamos en cuarentena, raras, como encendidas, en tiempos de pandemia; no está demás preguntarnos qué vendría a ser una pandemia.

Una pandemia es una enfermedad, de corte infeccioso, y extendida en vastas regiones y países.

Entonces, yo me pregunto: ¿es la violencia contra las mujeres una enfermedad? ¿Es una enfermedad de tipo infeccioso? ¿Es la violencia contra las mujeres una pandemia mundial?

No.

Ni la violencia contra las mujeres es una enfermedad, ni las y los violentos son enfermos. Dicen por allí que son hijos sanos del patriarcado. Pero yo pienso que no. Yo pienso que son padres sanos del patriarcado, porque son reproductores, no receptores. Yo pienso que pensarlos como hijes nos distrae, nos desconcentra, nos baja el programa de amaternar.

Ahora bien, solo un momento más.

¿A qué se debe este berretín por la mirada constante, por la palabra precisa y por la sonrisa perfecta?

Es que la palabra construye realidades. Es que el cuerpo va detrás de las palabras. Que las palabras son categorías conceptuales, mi vida. Códigos de acceso. Contraseñas. Que te bajan programas, que te indican direcciones. Que nos hacen destino.

Y si yo digo pandemia, bajo un programa que me indica qué tengo que hacer.

Son las 6.30 de la mañana. Abro la ducha. Soy una de las pocas mujeres con estudios universitarios completos de América Latina. Soy la hija de mi madre y la nieta de mis abuelas, de mis bisas, de mis tátaras;  y soy la madre de mi hija y la tata de mis nietas. Miro mis cicatrices y pienso qué pena que me infecté, si yo me hubiera o hubiese podido cuidar. Un poco más. Si no me hubiese juntado con la gente equivocada. Revoltosa. Loca.

Vamos de nuevo. Y si digo pandemia, qué tengo que hacer.

Son las 9, son las 10 y son las 20 ¿Escucho a mis pacientes, hombres y mujeres, en su trágica encerrona cotidiana, la que les envía a ser victimarios o víctimas, aquella encerrona construida desde todos los poderes; y les ofrezco asesoramiento para que tomen medidas de aislamiento social preventivo y obligatorio? ¿Le digo que no se proecupen? ¿Qué si no les mata ya se le va a pasar? ¿Qué si les mata es que tenían patologías preexistentes?

Ni hablar si te digo faltaderespetoagraviomoral. Para eso basta un chas chas.

En cambio obstáculoparaeldesarrollomotivodevergüenza requiere un estiramiento más. Tengo que caminar hasta la biblioteca (las universitarias tenemos una, y en un punto se la debemos a nuestra bisabuela que para sobrevivir se dejó violar) y apelar a un concepto que me vendrá bárbaro, dinámica, moderna, formada: un aporte de los últimos cartuchos del siglo XX. Me refiero al concepto de resiliencia, que es un 60 que no va a constitución, que va a tigre.

La violencia contra las mujeres puede ser muchas cosas. Una respuesta subjetiva de un varón que se sintió menoscabado en su seguridad, un tránsito de Plutón en casa 7 que se las trae, una asignatura pendiente del tatarabuelo que retorna desde su más allá a la mesa de desayuno sediento de sangre, una cosa que vos, que sos tremenda, te hiciste hacer porque te gusta que te maltraten. Una deuda pendiente que viene de la dinastía ptolemaica porque te quedaste con un vuelto de Cleopatra.

Pero a mí, que soy muy psicóloga, aunque me meta en camisa de once varas, me resulta indispensable decir que la violencia contra las mujeres es un delito; y que donde no es, debiera serlo, porque un delito es cualquier acto que va en contra de la ley. Sí. Ya sé. Las leyes no crean consciencia. Pero te permiten circular.

En Argentina tenemos ley.

Lo que no tenemos es acceso a la justicia.

O sea. Organicémonos.

Porque la violencia contra las mujeres no es una enfermedad. No es una enfermedad infecciosa. No es una pandemia mundial.

Es el tiempo de decir alto y claro: si es violencia contra las mujeres no te laves las manos.

 

*Psicologa. Autora. Feminista. Activista.

 

Mujeres en Palabras
Diario Digital Femenino

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