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Hace unos días recibí la feliz noticia de la absolución a Luz Aimé Díaz, una chica trans salteña, estudiante del bachillerato Mocha Celis. Ella había sido injustamente acusada de un crimen que no cometió y la tuvo dos años presa. ¿Las pruebas en su contra? No mucho más que su cndición de trans, salteña, casi ciega y en situación de prostitución.

Por: Flor de la V

 Libertad: ¿puertas adentro?
Libertad: ¿puertas adentro?

Es inevitable que estas historias sean disparadores para mí y me hagan viajar hacia el pasado. La primera vez que experimenté la emoción de sentirme liberada ocurrió una tarde de verano. Los primeros calores eran fuertes. No se escuchaba cantar ni a la chicharra. La gente dormía la siesta y yo me preparaba. No era un día cualquiera, era especial, al menos para mí. Había tomado una decisión que cambiaría mi vida para siempre.

Había puesto la cera a baño maría en una lechera vieja de aluminio. Mientras esperaba que se calentara, planchaba mi pollera portafolio negra y el top negro que, hasta el momento, solo salían los fines de semana. Saqué la cera del fuego, busqué en el primer cajón de la cocina ese palito de helado que había guardado para aquel momento, me metí en el baño y me llené el bozo de cera caliente. Dejé que se enfriara y tiré fuerte para eliminar todo, como si la cera fuera milagrosa y lograra arrancar eso que no quería ser. Busqué una pinza de depilar y un espejito y me acerqué a la ventana: el sol era ideal para sacar ese pelo rebelde que la cera no había eliminado y, de paso, me emparejé las cejas, que parecían una gatapeluda negra.

Unos niños jugaban al fútbol en la calle con un sol! Eso nunca lo entendí: ¿por qué jugaban bajo el rayo de sol? Era como si la pelota los hiciera olvidar de todo, hasta del calor. Prendí la tele y dejé mi novela de fondo. Volví al baño y enchufé la planchita. Me dejó el pelo como una profesional. Siempre fui muy habilidosa con las manos, me coloqué rímel en las pestañas y de rubor, Angel Face. Me sentía Encarnación, una de las cantantes del dúo Azúcar Moreno. En realidad, quedaba naranja como un ladrillo, pero yo no lo sabía.

Sobre mi cama estaba el corpiño negro que había rellenado con dos bolsitas de mijo. Me empecé a vestir y mi postura comenzó a cambiar mientras me prendía la pollera portafolio. Experimentaba una mezcla de sensaciones que iban desde la nostalgia hasta la alegría, y sentía algo en la boca del estomago. Subí el cierre de mis botas y me paré frente al espejo de mi habitación: por fin ese maldito espejo me devolvía la imagen que yo quería.

Cayó la tarde y tuve que tomar coraje para salir porque esta vez era muy distinto. Di muchas vueltas, buscaba cualquier excusa para demorar mi salida. Cuando ya no encontré qué hacer me dirigí a la puerta y salí. Siempre me gustaron las tardes de

verano: sentir el viento en mi cara ese día es la mejor definición de la palabra libertad.

Caminé unas cuadras buscando que las miradas fueran de aprobación y mientras más caminaba, más segura y libre me sentía. Hasta que vi venir un patrullero y se me paró el corazón. Entonces, me escondí detrás de un árbol y miré cómo se alejaban.

Para nosotras, caminar por la calle en esos años era todo un desafío o una supervivencia constante. Había que cuidarse de las patotas de pibes para que no nos pegaran y también de la policía. Los edictos policiales estaban a la orden del día: salías de tu casa y nunca sabías si volvías.

Los edictos funcionaban como un instrumento que delegaba en la policía (provincial o federal) la tarea de reprimir actos no previstos por el Código Penal de la Nación. No formaban parte del derecho penal sino del derecho administrativo. Estas figuras, claramente anticonstitucionales, eran aplicadas por las fuerzas policiales sobre lo que se conocen como contravenciones. Dos de ellas atañen directamente a las travestis, sancionadas ambas en el año 1949. El artículo 2º F decía: «serán reprimidos: los que se exhibieren en la vía pública con ropa del sexo contrario» y el 2º H, «serán también reprimidas las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaren o se ofreciesen al acto carnal». A través de estos edictos, la policía tenía la facultad de actuar como juez en primera instancia; podía detener y apresar por determinado período de tiempo.

Durante años abusaron de estas contravenciones. Le tenía terror a la policía. Las historias que contaban las travestis más grandes eran escalofriantes, me decían: «nena si ves un cobani, camuflate, corré o escondete; son muy malos con nosotras». Era tanto el miedo que les tenía, que cuando viajaba en tren si subía un policía me bajaba. No importaba dónde: solo quería escapar como si fuera una delincuente. Había una película de Harrison Ford en esa época, Se presume inocente. Esa era la sensación que sentía al salir a la calle: una fugitiva. Luego de años de lucha conmigo misma y con mi entorno, había conquistado la felicidad que me ofrecía la autodeterminación de ser yo misma, de terminar de asumir mi deseo. La calle fue la cachetada que me devolvía a la realidad: no era completa ni auténtica esa libertad. A pesar de eso, hubo compañeras que la pasaron mucho peor que yo.

En el libro La gesta del nombre propio, Nadia Echazú narraba uno de los tantos episodios de los que me prevenían: «… entraron cuatro de ellos y me sacaron al patio y se sumó una que me agarró del cabello y del cuello a la vez que otros me tomaron de ambas piernas y las abrían con fuerza y las apretaban con sus rodillas en mis muslos contra el piso. Mientras, otro me torcía los dedos de mi mano derecha y un quinto me torcía el otro brazo; yo gritaba desesperada, sobretodo porque tenía mucho miedo y mucha bronca. Luego me pusieron boca abajo y con las manos atrás me pusieron un chaleco de fuerza y me pegaron en el estomago y la verdad no sé qué más me pasó. Entre los insultos y las amenazas alcancé a escuchar los gritos de unos vecinos que se acercaron a la comisaría alertados por los gritos».

Ese mismo año, 1997, mientras mis compañeras eran maltratadas en diferentes comisarías del país, yo trabajaba en los teatros de la calle Corrientes y era aplaudida por la misma sociedad que nos condenaba.

En la actualidad, según un informe de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA Mundo), la población trans de Argentina es «criminalizada a través de un número significativo de casos presentados en su contra por delitos de tenencia de estupefacientes y trata». Un testimonio que demuestra una vez más que la identidad transgénero sigue siendo castigada como delito en 13 países de Naciones Unidas.

¿Cuando va terminar la persecucion hacia nosotras? Para algunas, la libertad sigue siendo una oración más que se dice puertas adentro y se desvanece al pisar la calle.

Página 12 

Diario Digital Femenino 

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