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La importancia de la institución prostitucional.

«Dejo aquí el largo artículo que he escrito para el libro ‘Hombres, masculinidad(es) e igualdad’. Volumen coordinado por Isabel tajahuerce y Bakea Alonso y publicado por Aranzadi en 2022», Beatriz Gimeno

La importancia de la institución prostitucional
La importancia de la institución prostitucional

La importancia de la institución prostitucional en la construcción de las subjetividades patriarcales.

Ilustración: Ortiz, Carolina (2016). Abrazo y algo más (fragmento). https://www.facebook.com/CaroOrtiz1970/

1-Género y subjetividad

El feminismo avanza en oleadas seguidas de momentos de reacción patriarcal que tratan de revertir los avances conseguidos. Muchos de estos se quedan, se consolidan y no parecen reversibles; en otras ocasiones asistimos a retrocesos evidentes sobre los que el feminismo sigue incidiendo. Pero después de siglos de lucha por la igualdad y contando con el apoyo de los organismos internacionales, con el feminismo activo prácticamente en todos los países del mundo,  y presente también en la gobernanza mundial a través de las políticas públicas, parece sin embargo que la igualdad se resiste e incluso, en ocasiones parece alejarse cuando nosotras avanzamos. Avanzamos en determinados aspectos pero retrocedemos en otros y, aunque el cómputo general es muy positivo, estamos en la obligación de preguntarnos por qué nos cuesta tanto herir de muerte al patriarcado. Es más, es posible que en la medida en que las razones igualitarias se vayan imponiendo, las emociones, por el contrario, tiendan a reforzar la desigualdad tal y como nos advirtió Hanna Arendt, que advirtió que cuando la igualdad se impone sobre el papel, la desigualdad, incrustada en el psiquismo de las personas, inventa nuevos mecanismos para hacerse visible, mecanismos que no necesitaba cuando era obvia. Es muy posible que eso esté ocurriendo con la desigualdad de género y más aún porque la construcción de la masculinidad hegemónica está íntimamente ligada a privilegios de que los hombres adquieren de manera inconsciente y que forman parte del núcleo duro de la propia identidad. Mientras que la lucha por la igualdad material tiene una larga historia en el feminismo la lucha por la igualdad en las subjetividades es más reciente; no olvidemos que el género es también una conciencia.

En los últimos años son muchas las feministas que asumen que ha llegado el momento de interpelar la identidad masculina. Porque las razones que defienden la igualdad y su traslación a las leyes son mayoritarias en hombres y mujeres, pero los comportamientos, las creencias íntimas, las emociones de la mayoría de los hombres las estamos descubriendo mucho más resistentes al cambio.  El feminismo se ha centrado en cambiar el mundo de la razón y las vidas de las mujeres, y ha esperado que los hombres cambiasen presionados por estos cambios. El resultado es que las mujeres han cambiado mucho y los hombres no tanto y, además, debido a las presiones muchos de ellos se muestran dispuestos a engrosar las filas del antifeminismo activo y beligerante; se han llenado de rabia y han encontrado en el feminismo y en las mujeres el chivo expiatorio de su dolor interno. Si queremos combatir la desigualdad tendremos que luchar por modificar no sólo lo material  sino también aquello a lo que se llega con más dificultad pero que impregna nuestros comportamientos y también nuestras percepciones del género, tanto respecto al propio como a la relación con el otro: la subjetividad y, especialmente, la construcción de las emociones ligadas a la sexualidad, porque esta tiene un papel central en la configuración de la identidad masculina (también en la femenina, aunque en otro sentido).

El orden patriarcal, como afirma Hernando (2015) actúa de forma tal que modela nuestra subjetividad desde el inicio de nuestras vidas dado que es el orden lógico que rige el sistema social. Así pues, la subjetividad de cada uno de nosotros se construye a través de relaciones intersubjetivas entretejidas con sus propios hilos, de forma que nuestra materia prima subjetiva, por así decirlo, es patriarcal. Y, siguiendo con esto, afirma también Hernando que el orden patriarcal no experimentará una quiebra real si sólo lo combatimos con la razón, y no con la emoción. Ya Bourdieu hablaba en La dominación masculina (1999) del sentimiento como apoyatura fundamental del patriarcado. Teresa Langle de Paz (2018), por su parte, afirma que lo emocional es un elemento básico para la comprensión del mundo; que las personas actúan en función de diversas prácticas y registros afectivos estrechamente ligados a los contextos socioculturales y que quienes desarrollen cualquier tipo de análisis de género tienen que prestar atención a la emocionalidad. Desde que un hombre pone un pie en el mundo, experimenta el género con la naturalidad con la que el sol sale y se pone  y esa misma certeza guía al feminismo para sostener que la experiencia de género debe ser desaprendida como verdad absoluta. Todas estas experiencias y posibilidades se levantan sobre subjetividades conformadas previamente por las expectativas y los roles sexuales patriarcales, no se conforman en el vacío.  Hay ya trabajos más que suficientes dentro del ámbito del feminismo para demostrar que niños y niñas no son socializados de igual manera respecto a sus emociones, afectos y deseos sexuales. Desde el comienzo se trata de desarrollar en las niñas la empatía con los estados emocionales de otras personas, mientras que en los niños se busca limitar dicha empatía emocional. En los varones se refuerzan las relaciones instrumentales que se limitan, en cambio, en las niñas. Y, además, se potencia en las niñas la autopercepción de objeto sexual en las relaciones (con todo lo que eso conlleva) y en los niños la de ser sujeto. Esta construcción genérica, más los elementos propios de la identidad neoliberal (consumista) conforman un caldo de cultivo perfecto para el uso desproblematizado de la institución prostitucional por parte de los varones. Una vez despojada esta  de cualquier carga moral o pecaminosa que hubiera podido tener en el pasado la única idea moral que ahora se le puede oponer es la de la igualdad, que no llega todavía al conjunto de los hombres.

.               La prostitución es una institución que ha cambiado enormemente a lo largo de los siglos para poder seguir siendo funcional a un sistema patriarcal que está en continuo cambio[1]. Su importancia en el reforzamiento de las subjetividades masculinas no ha sido siempre la misma porque estas subjetividades no han necesitado un refuerzo especial hasta la llegada de la modernidad tardía cuando han sido sometidas a enormes tensiones desde muy distintos frentes y se han visto fragilizadas. A mediados del siglo XX la mayoría de las sociólogas, historiadoras y sexólogas habían llegado a la conclusión de que la prostitución era una institución destinada a extinguirse porque ya no era útil [2]. Los cambios sociales acaecidos después de la II Guerra Mundial transforman el rígido mundo  de los roles de género. El patriarcado, que es cambiante y tampoco es igual en todo el mundo, sufre transformaciones fundamentales, que lo debilitan, en todos los órdenes y también en el terreno de la sexualidad: las mujeres se reivindican como sujetos sexuales, desaparece el miedo al embarazo, se debilita el estigma social asociado a las mujeres sexuales, el matrimonio abandona su estatus de institución fundamental…Todo esto implicaba que las antiguas justificaciones de la ideología prostitucional perdían gran parte de su sentido. Sin embargo, aunque sí que hubo un periodo de disminución en el uso de la prostitución, esta tendencia cambia en los años 70 cuando aumenta hasta niveles no conocidos nunca antes, lo que significa que ha adquirido nuevos sentidos que la convierten, de nuevo, en  funcional al sistema patriarcal.

Los cambios que ha experimentado la prostitución son muchos y complejos pero el más evidente tiene que ver con que además de sus evidentes vínculos con el patriarcado ha establecido nuevos vínculos con el neoliberalismo. Tanto el patriarcado como el neoliberalismo son ingredientes fundamentales en la creación de nuevas identidades propias de esta época, y también en el reforzamiento de esas subjetividades masculinas tradicionales que se sienten acosadas. Uno de los cambios más profundos que ha experimentado la prostitución, aunque aquí no vamos a analizarlo extensamente, es la conversión que experimenta la institución cuando pasa de ser una actividad económica particular a una gran industria global que trabaja, como todas las industrias, para aumentar constantemente su demanda (potencialmente ilimitada) infiltrándose en los canales habituales de consumo mediante la publicidad y técnicas de marketing, así como haciendo lobby político para conseguir legislaciones favorables o permisivas (Cobo 2017). Como gran industria global la prostitución busca expandirse y obtener más y más beneficios, para lo que necesita más usuarios. Recordemos que pocas industrias pueden obtener una plusvalía semejante. Estamos hablando de un mercado con una demanda potencialmente ilimitada (idealmente todos los hombres) con una materia prima también casi potencialmente ilimitada (las mujeres) cuyos costes de producción son cercanos a cero. Para que el negocio se mantenga y siga creciendo hacen falta cada vez más consumidores que lo demanden y esto, en este tiempo neoliberal, se hace posible porque la vieja institución se utiliza ahora no sólo para satisfacer aquellas supuestas necesidades sexuales, sino nuevas necesidades de la masculinidad hegemónica. Las nuevas/viejas subjetividades masculinas se (re)construyen en el espacio prostitucional como espacio refugio para hombres cuyas identidades están basadas en emociones patriarcales que están siendo cuestionadas en otros espacios. En este sentido afirmamos que la prostitución es una de las instituciones fundamentales del patriarcado (la que determina y sostiene el privilegio masculino de poder tener acceso a cuantos cuerpos femeninos se deseen) y que en las últimas décadas se ha convertido, además, en parte importante para la (re)construcción de la subjetividad masculina propia de la modernidad tardía que ha resultado especialmente herida no sólo por los avances del feminismo,  sino también por los cambios que el sistema neoliberal ha impuesto en las subjetividades de esta época.

El feminismo tiene que estudiar, conceptualizar e interpelar la manera en que los hombres construyen sus identidades y las herramientas que utilizan. Sostenemos que el uso de la prostitución es una de las herramientas más importantes en la (re)construcción de las masculinidades más resistentes al cambio y, en ese sentido, es una institución profundamente funcional al mantenimiento del orden social patriarcal en este momento histórico.  En este artículo, vamos a examinar algunas de las maneras en que las identidades masculinas utilizan la prostitución sin pretender hacer un exhaustivo estudio de las mismas [3] .

2-La prostitución como herramienta para la creación y mantenimiento de la identidad consumista masculina típica del capitalismo tardío

Las identidades de la modernidad tardía se forjan en gran parte sobre el consumo (Bauman 2007, Giddens 1995 Illouz 2009, Lipovetsky 2003).

Consumo de todo, porque todo es susceptible de convertirse en mercancía[4],  consumo también de emociones y sensaciones, entre las que el sexo juega un papel principal una vez despojado de su tradicional sentido trascendente, y también de antiguas ideas que lo vinculaban a una supuesta revolución sexual (que en parte ya se produjo). La sexualidad aparece ahora cada vez más vinculada al ocio, convertida en lo que Kaplan llama “sexualidad recreativa”, que a su vez tiene diversas manifestaciones: desde el consumo de pornografía al consumo de mujeres en contextos de prostitución o en cualquier lugar o espacio de socialización en el que el objetivo es tener sexo, pasando por el turismo sexual o por el consumo de diferentes productos relacionados con aquel: desde juguetes eróticos hasta ropa sexy. Esta identidad consumista no crece en el vacío, sino en una sociedad patriarcal, es decir fuertemente generizada, donde las subjetividades masculinas y femeninas no consumen ni necesitan lo mismo, ni tampoco ocupan la misma posición social o simbólica en el mercado. Los mercados se apoyan en un patriarcado previo, y ahí el cuerpo de las mujeres y todo lo relacionado con él se convierte en un nicho de negocio de proporciones estratosféricas. No sólo el cuerpo para el mercado del sexo, sino también para el mercado reproductivo y para el mercado de la imagen y todo lo relacionado con la (auto)cosificación de las mujeres, como sabemos. El putero no deja de ser un consumidor de mujeres y de emociones sexuales. Si bien la sexualidad recreativa no es sinónimo de sexo de pago y no es un concepto necesariamente negativo en tanto que incluye la posibilidad de disfrutar del sexo despojándolo de la trascendencia de épocas pasadas,  lo cierto es que la identidad consumista posmoderna,  la necesidad de acumular capital sexual y la industria del sexo, colaboran en el crecimiento del uso de la prostitución al convertirla en una actividad de ocio normalizada y aproblemática.

En nuestra sociedad y en relación a esto, confluyen dos aspectos: por una parte el sexo ha llegado a condensar el valor y el éxito de una persona, es siempre una “matriz de valores positivos ”(Illouz 1997) y en segundo lugar, esta sociedad ha entronizado el supremo “derecho” a consumir cualquier cosa que pueda pagarse, lo que legitima el consumo acrítico y la conversión de todo en mercancía, incluido el sexo y los cuerpos.  El mercado se legitima solo y tiene una capacidad enorme para construir identidades ligadas al consumo que se presentan como neutras. Ahora, la prostitución se presenta como una práctica banal ligada al consumo, al ocio, a la moda, a la diversión y a la libertad individual tal como la entiende el neoliberalismo: libertad para comprar y vender sin importar las condiciones estructurales de partida, ni los significados estructurantes de la opresión o la dominación. Los burdeles se convierten en espacios legitimados de socialización masculina, de consumo, ocio y negocios (Segato 2016, 2018, Lagarde 1997) de los que desaparece todo  análisis político y/o de género subsumido en un modelo social basado en el mercado como regulador y al que se accede mediante la libertad individual centrada en el contrato, como en cualquier interacción capitalista; que sea un producto que consumen los hombres en el que las mujeres son las consumidas, no parece ser motivo de crítica política excepto para las feministas, y no para todas.

 

En esta época el consumo pasa a explotar los elementos centrales de la identidad social según Illouz: sexo, género y deseo y trabaja directamente desde el núcleo mismo de los guiones culturales de la individualidad conformando las identidades sexuales del hombre y la mujer en forma de estrategias diferenciadas que producen y reproducen el género a través de diversas experiencias, entre ellas la de la sexualidad (Illouz 2019 ) Si el consumo es un derecho, el consumo de sexo es especialmente potenciado como tal porque se ha convertido en una de las mercancías con una mayor demanda, es un producto universalmente deseado, símbolo de éxito y apoyado por una poderosa industria. La llamada libertad sexual se ha convertido en una de las bases normativas del capitalismo contemporáneo y uno de los espacios privilegiados en donde la identidad masculina tradicional se superpone a las identidades posmodernas. La sexualidad siempre ha sido una parte fundamental de la identidad masculina, pero ahora lo hace desde el consumo. El sexo convertido en mercancía forma parte de esta nueva identidad masculina porque ofrece a los hombres, especialmente a los hombres de clase media aspiracional,  la posibilidad de atesorar “capital sexual” en forma de acumulación de experiencias sexuales y les permite verse a sí mismos como parte de una especie de “burguesía sexual” que comparte experiencias de glamour, de libertad y privilegio con hombres económicamente  superiores (Agathangelou 2004). Las experiencias sexuales, cuantas más mejor, conforman ese “capital sexual” que, de nuevo siguiendo a Illouz y a Kaplan, atesoran los hombres y mujeres, de forma diferente, llegando a definir la autoestima. El capital sexual de los hombres viene definido por su capacidad para acumular experiencias sexuales, experiencias que se compran con facilidad mediante la prostitución, que les permite adquirir placer sexual a todos ellos en cualquier momento, a un precio accesible,  sin esfuerzo, y sin posibilidad de fracasar, algo que sí existe en las relaciones no mercantiles  [5] (Illouz y Kaplan 2020) La prostitución ofrece garantía de éxito en obtener el placer buscado que no ofrecen las relaciones no mercantiles con su carga de incertidumbre y posible frustración, y todo ello en una sociedad que se niega a considerar la inevitabilidad de aquella. Cada vez más, la prostitución es un producto que los hombres consumen para obtener satisfacción rápida y garantizada sin tener que esforzarse en resultar atractivos o siquiera en gustar. La prostitución permite escoger a las mujeres como si fueran cualquier otro producto,  sin ofrecer nada más que dinero a cambio, sin tener que ser, a su vez, escogidos; es decir, permite huir de la reciprocidad en la relación.

  1. El espacio de prostitución como reconfigurador de subjetividades masculinas fragilizadas por el feminismo.

Hasta ahora hemos hablado de masculinidades posmodernas que utilizan la prostitución (el cuerpo de las mujeres)  como una mercancía más dentro de un universo consumista y generizado, en donde dicho uso aparece como una forma de satisfacer, de manera aproblemática, y mediante el consumo, deseos sexuales ligados a la acumulación de capital sexual, lo que permite aumentar y asegurar la masculinidad hegemónica; es decir, la creencia en la superioridad masculina en relación a las mujeres, entre otras cosas. Pero la prostitución adquiere su máxima funcionalidad en esta época  en otros dos sentidos más fuertemente ligados a las identidades masculinas tradicionales. Una es como de reconfiguradora de subjetividades masculinas fragilizadas por el feminismo y la otra  aquella en donde el machismo tradicional aparece como una vía de refuerzo subjetivo frente a las pérdidas del neoliberalismo.

Respecto a la primera, el patriarcado ha ido mutando debido al impacto de las sucesivas olas feministas que han ido derribando las barreras formales y las de las costumbres;  pero desde los años 80, con el ascenso del neoliberalismo, confluyen feminismo y neoliberalismo para herir la subjetividad masculina tradicional como pocas veces antes había ocurrido.  Como consecuencia de ello desde mediados de los 80 se produce una importante reacción patriarcal (Cobo 2011, Hernando et. al 2015, Faludi 1993, Walter 2010) que Lagarde (2011) ha definido como de “brutalización del patriarcado”, que, a grandes rasgos, implica una mayor cosificación de las mujeres en todos los ámbitos, mucha más violencia y más cruel. (Segato 2003, 2016, 2017) Finalmente, dicha reacción, encuentra su expresión política en una especie de internacional del odio misógino de la que habla el sociólogo  Kimmel, una especie de magma inarticulado de “hombres enfadados” con las mujeres que tiene su traslación política en el voto a la extrema derecha en todo el mundo.   La prostitución aparece en este escenario como un espacio de feroz resistencia al feminismo.

La prostitución es un espacio simbólico de relación intergenérico (entre hombres y mujeres) e intragenérico (entre hombres)[6],que ofrece la posibilidad de reconfigurar una identidad masculina tradicional que se ha quedado sin espacio en un mundo que reconoce formalmente la igualdad entre hombres y mujeres y que diseña políticas públicas para conseguirlo. Las identidades masculinas tradicionales se sienten acosadas por el feminismo y han sufrido un proceso de desestabilización profundo. En ese sentido, la prostitución es un espacio resignificado como refugio de la vieja masculinidad, como fuente de poder identitario, como espacio vetado a la interpelación que el feminismo hace a las prácticas de desigualdad.

3.1 Espacio de relación intergenérico:

Los avances del feminismo han transformado profundamente las subjetividades femeninas y también las relaciones entre hombres y mujeres, así como la sociedad en su conjunto. La sexualidad masculina hegemónica (Bonino 2002) ya no puede ser actuada[7]con cualquier mujer porque ellas están en otro lugar. Esta sexualidad tradicional es un lugar de dominio. No olvidemos que el género es una relación, por lo que la masculinidad es construida en relación con las mujeres y en una relación de superioridad. Ser hombre es ser superior a las mujeres y la sexualidad es un espacio privilegiado en el que dicho dominio se representa; la sexualidad es, además, un espacio central en el ser hombre. La escuela de la sexualidad masculina es una escuela de dominación masculina como tan bien explicó Bourdieu. Cuando una persona experimenta deseo, dicho deseo puede activar o no el deseo del otro y esto exige una negociación y la posibilidad de ser rechazado, lo que te coloca en una posición de vulberabilidad. Sin embargo, en el modelo hegemónico patriarcal, cuando el hombre experimenta deseo, la mujer experimenta deseo de ser deseada. El lugar del sujeto es la posición masculina mientras que el lugar femenino es el lugar del objeto sexual, un mero medio para satisfacer deseos masculinos. El feminismo reivindicó para las mujeres la categoría de sujeto sexual, lo que supone que ellas se convirtieron en sujetos deseantes y preocupadas por su propio placer y el hecho de que los hombres no hayan cambiado a la misma velocidad resulta en subjetividades masculinas muy conflictuadas en sus relaciones con las mujeres y en la búsqueda de espacios en los que poder mantener las relaciones tradicionales. Las normas han cambiado no sólo en el ámbito de la sexualidad, sino también en el del cortejo, en el de las relaciones sociales con las mujeres…las mujeres exigen igualdad y esto genera ansiedad a muchos hombres que ansían espacios no conflictuados donde puedan ser los hombres que han aprendido a ser y que necesitan ser para sentir que su identidad no corre peligro. Y eso es lo que encuentran en los espacios de prostitución y por eso acuden a ellos mucho más que antes.

En la prostitución se asegura que no haya imprevistos para los hombres (la variedad y multitud de mujeres asegura encontrar la que acepte cualquier deseo) En cambio, no existe una representación real del deseo femenino. Lo que aprenden ellos acerca de la sexualidad femenina en la prostitución (y en la pornografía) es que las mujeres desean lo que ellos desean, que son cuerpos penetrables y que están ahí  para su placer. La prostitución sirve para ahorrarles a los hombres el riesgo de no ser deseados y es en ese sentido en el que podemos hablar de “plusvalía de género” (Jónasdóttir 1993) La institución prostitucional les ofrece la posibilidad de una performance de género de la que siempre salen triunfantes. En cierto sentido, funciona a modo de estabilizador de género que (re)construye constantemente su subjetividad. La prostitución, así, tiene una importancia fundamental en la regulación emocional patriarcal, porque ayuda a reconstruir los ideales del yo ligados a la masculinidad y a cumplir con los deseos sexualmente culturalmente asignados a aquella. Quien no tiene nada tiene al menos el cuerpo de las mujeres que le confirma que es alguien. Si ser hombre es ser importante, como dijo Josep`Vicent Marqués (1997) la prostitución permite que todos los hombres puedan mantener ese estatus de importancia subjetiva frente a la “otra” previamente devaluada.

La sexualidad masculina hegemónica, por otra parte, en su materialidad coitocéntrica y falocéntrica tiene la oportunidad de encontrar en la prostitución a mujeres que representan justamente ese objeto sexual concreto, esa feminidad[8] que los clientes buscan en ellas. Estos hombres buscan  mujeres complacientes, mujeres incondicionales de los deseos masculinos y que, además, les ofrezcan una visión engrandecida de sí mismos y de sus habilidades sexuales,

tal y como la masculinidad hegemónica necesita. Les permite también practicar esa sexualidad desconectada que es un rasgo importante de ese tipo de masculinidad. La sexualidad masculina vertida sobre ese cuerpo femenino, expresa el acto domesticador, apropiador cuando insemina (aunque sea simbólicamente) el territorio-cuerpo de la mujer (Segato, 2016).

 

3.2 Espacio de relación intragenérico. El burdel como espacio de socialización masculina

El patriarcado es un pacto entre varones, una alianza basada, entre otras cosas, en el intercambio simbólico de las mujeres en torno a un contrato sexual (Amorós 1990, Pateman, 1995) mediante el cual se garantiza que todos los hombres tengan acceso sexual a aquellas.  Para ser un hombre “de verdad” los hombres deben participar de dicha alianza que, debido a los avances del feminismo, entre otras cosas, está ahora en cuestión. Debido a esto algunos hombres necesitan, quizá más que nunca, poner en juego esa alianza, visibilizarla, mostrarla, sentirse parte de ella, porque no olvidemos que la masculinidad es algo que debe ser constantemente ratificado por otros hombres, aunque dicha ratificación se hace entre ellos por medio de las mujeres. Las prostitutas son esos objetos de mediación, y la prostitución es una performance de poder patriarcal que les permite rehacer su virilidad y revalorizar su autoimagen (Lagarde, 1990). En realidad, la prostitución es una performance del patriarcado en su conjunto,  como afirma Lagarde, un espacio privilegiado en el que poner en funcionamiento el pacto patriarcal. Es ahí, hoy día, donde las mujeres son verdaderamente intercambiables y públicas, cuando eso ya no ocurre en otros espacios.

Muy a menudo los hombres buscan realizar prácticas en compañía de otros hombres en los que las mujeres sean ese objeto de mediación e intercambio. Son celebraciones masculinas que incluyen sexo pagado y que se utilizan en despedidas de soltero, como forma de relajarse del estrés de un viaje de negocios, en forma de turismo sexual acompañado de otros hombres, los viernes por la noche yendo a un club a tomarse una copa o teniendo relaciones sexuales que luego no se dejan de contar en las páginas web cada vez más numerosas[9]. Es la celebración masculina como espacio de amistad, de diversión, de descanso entre los hombres en donde las prostitutas son objetos:  se apropian de ellas, las usan, las desechan, las juzgan. No importa tanto la satisfacción del deseo, como crear y mantener la imagen de capacidad y potencia erótica, de superioridad. En cada acto ellos rehacen su virilidad, revalorizan su autoimagen. Y alimentan su machismo, de ahí su permanente retorno. En la prostitución se reproduce el patriarcado en su conjunto, se recicla el sistema para que todo quede otra vez en su lugar

El burdel es una auténtica escuela de desigualdad sexual para los chicos. Si bien históricamente el burdel sirvió para disciplinar a todas las mujeres también es un espacio que sirve para disciplinar el cuerpo y la subjetividad sexual masculina. El caso de la iniciación sexual masculina en el burdel es paradigmático. El paso por el prostíbulo era, muy a menudo, un rito de paso hacia la adultez que convertía a un chico en un hombre, en alguien que se separaba del ámbito femenino en el que están los niños y entraba en el ámbito del privilegio del adulto masculino, lo que otorgaba ventajas y honores en virtud de cosas como tener muchas relaciones sexuales sin importar la apetencia sexual de la mujer involucrada, que pasaba a convertirse en un medio en el camino de la exaltación de la masculinidad.  En la literatura existen numerosos relatos en los que se narra la primera visita a un burdel de muchos adolescentes, a veces casi niños, llevados allí por el grupo de referencia o por los padres o abuelos. Y en muchas ocasiones dicha visita estaba lejos de ser agradable. Muchos de esos chicos no sentían ninguna atracción por las mujeres que se les presentaban, sentían vergüenza, sentían empatía hacia ellas, sentían dolor y, sin embargo, todo eso tenía que desecharse para ser sustituido por la obligatoriedad de tener y mantener una erección y de poder realizar un coito.  Así pues, esa visita al burdel ha sido también, tradicionalmente, un ritual de disciplinamiento del cuerpo masculino, que se veía obligado a “funcionar” aun sin verdadero deseo. Se trata de sustituir el asco, el miedo, la indiferencia, la empatía, la solidaridad que pudiera sentirse por esas mujeres (en ocasiones de la misma clase social y en condiciones muy duras de explotación) por un sentimiento de autovalor, de manera que poder tener una erección cuando se supone que hay que tenerla produzca la compensación de ser un hombre de verdad, de ser más que ellas, que cualquiera de ellas; y esto no es poca cosa para la inmensa mayoría de los hombres, especialmente para quienes puede que esta sea su única fuente de autoestima. En caso de no poder cosificar del todo a la mujer y no ser capaz de tener una erección y eyaculación en esa situación era tratado de marica. Así pues, el uso de la prostitución era también un espacio de socialización masculina para disciplinar los sentimientos hacia las mujeres sexuales, pero también para disciplinar las reacciones físicas del propio cuerpo. El privilegio masculino era también una obligación para quienes no quisieran pagar el precio de ser expulsados de esa alianza que conforma la masculinidad hegemónica.

Hoy día los chicos han vuelto a acudir a los burdeles en grupo muy a menudo en los pueblos como acto de socialización del que dicen que no implica necesariamente sexo, van sólo a ver, a tomar una copa, a pasar la tarde. No importa que en muchas ocasiones no haya sexo, lo que importa es ir al Club, disponer de ese espacio vedado a las mujeres y donde los hombres pueden celebrar que ellas están ahí para ellos. Se trata de que este acto (asistir a un prostíbulo en compañía) se convierta en un escenario en el que los hombres puedan sentirse unidos unos a otros en su superioridad sobre las mujeres y de que unos a otros se otorguen el “certificado” de masculinidad apropiado. El joven que acude al burdel con amigos lo hace casi de una manera ritual, lo hace para ir con sus pares, para ocupar su lugar en la hermandad viril, para adquirir una posición destacada en una fratria masculina y para sofocar cualquier deseo de cercanía real con las mujeres. El burdel es el lugar de la no-empatía con las mujeres (Ranea, 2021)

Y lo mismo podríamos decir del uso del burdel como espacio masculino para cerrar negocios, cosa que es cada vez más frecuente. En este caso, no es sólo el uso sexual de las mujeres que están en el burdel lo que confiere la masculinidad a los hombres, sino también la exclusión de estas de los espacios de trabajo. Al escoger un burdel como espacio de trabajo y al ser este un lugar en el que las mujeres (excepto las prostitutas) tienen la entrada vedada, la sensación de rearme de la masculinidad se da por partida doble  (Fernandez-Martorell 2018).

  1. El espacio de prostitución como reconfigurador de subjetividades masculinas fragilizadas por el neoliberalismo

               El sistema económico capitalista, a menudo lo olvidamos, ha supuesto también una revolución en la construcción de roles sociales, símbolos, subjetividades… que recaen sobre identidades previamente generizadas. Lo vimos cuando hablábamos de que el neoliberalismo produce una determinada identidad volcada en el consumo, en la maximización del yo y en el atesoramiento del capital sexual. El neoliberalismo no sólo construye identidades nuevas adaptadas al sistema, también destruye las anteriores (como hace el feminismo).

Desde los años 80 asistimos a una reestructuración completa del mercado laboral que ha tenido como consecuencia fundamental la precarización de las vidas de millones de seres humanos a los que ha sumido en la pobreza. Han crecido la inseguridad en el empleo, los trabajos informales, las desigualdades sociales y, en definitiva, los cambios han contribuido a fragilizar y vulnerabilizar las vidas de la mayoría. Esta situación económica ha venido a cambiar fundamentalmente la estructura tradicional familiar de hombre sustentador que ya no puede, debido al desempleo, la precariedad, los magros salarios,  y el acceso de las mujeres al trabajo remunerado, ser el único proveedor familiar.  El trabajo femenino, siempre más precario y más barato, es aceptable mientras sea complementario. Sabemos que en determinados sectores el trabajo femenino es preferido al masculino precisamente por ser más barato  y más intercambiable, con la consecuencia de que de dichos sectores los hombres han sido expulsados. Además, las migraciones procedentes del sur global hacia el tercio rico del mundo también han transformado las vidas de muchas comunidades. No siempre se ha ponderado adecuadamente el significado que tiene para la identidad masculina tradicional el rol de proveedor familiar. Fraser (2015) ha explicado muy bien en qué sentido dicha identidad está ligada a este rol de proveedor económico en casi todas las sociedades. Para la inmensa mayoría de los hombres la masculinidad consiste, aun, en salir de casa a trabajar y volver con un salario que sea suficiente para mantener a su familia. Para muchos hombres ese rol confería un sentido de estar en el mundo que ahora se pierde. Existe una relación interna y muy profunda entre ser hombre y ser proveedor, lo que explica por qué en las sociedades capitalistas el desempleo puede ser psicológicamente tan devastador para ellos. De hecho, la situación de crisis económica (que es social y política) recibe tal nombre sólo cuando afecta a los hombres porque, en realidad, si examinamos los elementos principales que se supone que la caracterizan (altas tasas de desempleo, trabajo barato, precario, inestable, que no permite tener un proyecto de vida)  nos encontramos con que las mujeres siempre hemos estado en crisis. Por eso, en cierto sentido, tiene razón Segato cuando explica que el neoliberalismo ha supuesto una especie de emasculación de la condición masculina porque ha situado a grandes masas de hombres en una posición, material y simbólica, en la que antes sólo se encontraban las mujeres. Es un cambio radical que se ha producido sin que las mentalidades masculinas hayan cambiado lo suficiente, por lo que se ha provocado una crisis en las subjetividades masculinas con sus correspondientes estallidos de furia en forma de violencia contra las mujeres y también en ese aumento de la prostitución.

Fraser (2015) explica también que hay conflictos propios del capitalismo tardío que responden más a tendencias en la reproducción simbólica que en la material, y la crisis de identidad del género masculino sería una de esas tendencias. Esa crisis de identidad, producto de la guerra del capitalismo contra las personas, se produce porque los hombres no han cambiado esencialmente los elementos que componen unas identidades de género que ahora son acosadas por el sistema económico y por el feminismo; por tanto, para sanarse lo que buscan es una reconstrucción permanente de aquellas, y eso lo hacen mediante las mujeres. Las mujeres son, como siempre,  el medio para reconstruir sus identidades fragilizadas. Desde ese momento, algunas instituciones y prácticas patriarcales, la prostitución entre ellas, adquieren más importancia que nunca en tanto que funcionan como una espita que permite relajar el conflicto social . El objetivo es que una vez que a los hombres se les ha quitado todo, tengan al menos el cuerpo de las mujeres, el dominio sobre ellas,  como una forma de recuperar algo del poder perdido. La violencia es una forma, la prostitución es otra y juega un papel fundamental en la ecuación.

Para otros autores (Harvey 2020) la acumulación de capital sexual  (que determina la capacidad de obtener autoestima de nuestras elecciones y experiencias sexuales)  se ha convertido en una estrategia de los trabajadores para hacer frente a las inseguridades que les impone el capitalismo neoliberal. Tal visión ya no considera la esfera sexual como auxiliar para la esfera de la producción, sino como central.  También Illouz argumenta extensamente sobre la importancia del capital sexual en el capitalismo tardomoderno  donde el sexo produce capital sexual ya sea directamente en la esfera de la reproducción a través de la regulación de la sexualidad,  como produciendo de manera colectiva trabajadores asalariados dóciles que estén dispuestos y sean capaces de mercantilizar su propia fuerza de trabajo. En una sociedad en la que el sexo es un bien necesario, la autoestima sexual es imprescindible para mantener un yo centrado y con la suficiente autoestima como para insertarse en el mundo productivo. En otras palabras, cuando el empleo es tan precario, muchas personas se quedan sin apenas nada más que su capital sexual para reestablecer su autoridad. Por experiencias sexuales no se refiere Illouz explícitamente a la prostitución, pero es evidente que dichas experiencias son aún más necesarias para los perdedores de la globalización, los que no tienen capital sexual de ningún tipo. Quien no tiene nada, tiene al menos a las putas.  Pensemos que el acceso a la prostitución, es decir al cuerpo de las mujeres, es uno de los pocos privilegios que no está ligado a la clase, que no depende del nivel económico. Si se es rico, se tendrá acceso a mujeres “caras”, si se es pobre a mujeres “baratas”, pero todos los hombres sobre el planeta tierra, ya vivan en la Quinta Avenida o en un poblado en Soweto tienen esa posibilidad de la que extraer sentido de su masculinidad valiosa: las mujeres están allí para ellos. No así para ellas, cuya autoestima, lo sabemos, no depende tanto de ejercer como sujeto sexual sino del deseo que puedan generar.

Al capitalismo siempre le ha interesado el sexo (masculino) porque sexo y rol social de dominio son fundamentales para la construcción masculina y el sistema siempre ha considerado que satisfacer ese aspecto era imprescindible para una buena integración en el mismo, además de ser una válvula de relajación social especialmente en una situación de potencial conflictividad social. Esa es una de las razones por la  que, tradicionalmente, el poder en cualquiera de sus manifestaciones  podía explotar a los hombres al límite, podía dejarlos sin trabajo, podía poner sus vidas en peligro, pero no los dejaba nunca sin mujeres. Digamos que esta parte del pacto patriarcal, por su importancia, el patriarcado no ha dejado nunca de cumplirla. En las minas, en los ejércitos, en los lugares de explotación y estrés masculino, lo primero que se instalaba era un burdel. A un hombre se le puede arrebatar todo menos la percepción de que es un hombre, es decir, superior a las mujeres. Han sido muchos los filósofos y científicos a lo largo de la historia que estaban convencidos de que para trabajar adecuadamente los hombres tienen que llevar una vida sexual satisfactoria , lo que no es más que una variante sobre la ideología tradicional que afirma que si el hombre no tiene sexo pasa algo grave. El sexo masculino no es puro desahogo físico (o bastaría con masturbarse), el sexo masculino es idea de dominio sobre las mujeres.  Dicha idea de dominio resulta cada vez más difícil de cumplir debido a las circunstancias que se han tratado en este artículo, pero ahí está la prostitución para que ellos puedan extraer esa idea subjetiva de dominio sobre las mujeres que sigue siendo necesaria para que el sistema no estalle.

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[1] Sobre la historia de la prostitución: Guereña, J.L (2003), Gimeno, B. (2012) Lerner, G (1990)

[2] Kinsey, por ejemplo, recoge en su informe de 1948 un importante declive de la prostitución (1948:596-609), lo que le hace aventurar que ésta está condenada a ir desapareciendo hasta convertirse en residual.

[3] Este estudio exhaustivo es el de Beatriz Ranea: La reconstrucción del patriarcado en los espacios de prostitución en la España contemporánea: Estudio sobre el rol de los hombres que demandan prostitución femenina.

[4] Eva Illouz denomina “emodity” a la emoción convertida en mercancía.

[5] Las mujeres también adquieren o construyen su capital sexual pero este pasa por convertirse en objetos sexuales de los que poder extraer beneficios, es decir, supone convertirse en emprendedoras de sí mismas. Y, además, exige una fuerte inversión en sí mismas. Los hombres adquieren su capital sexual coleccionando experiencias sexuales en el mercado del sexo tanto en el amoroso como en el de pago.

[6] O, como dice Beatriz Ranea, que se construye sobre un eje vertical (frente a las mujeres) o sobre un eje horizontal (entre hombres)

[7] Según Bonino, los rasgos que caracterizan a esta sexualidad son entre otros: un yo centrado en sí mismo que prioriza los deseos propios, dominio y control de sí y de los demás, escasa empatía, disociación razón/emoción, renuncia a motivaciones de apego, un deseo sexual legitimado y vivido como algo autónomo y una creencia que considera a los hombres superiores a las mujeres  Por supuesto que los polos puros no existen y que todas las identidades son una mezcla de estos rasgos en mayor o menor medida junto con otros como la familia, la experiencia personal, los mandatos culturales, de clase etc

[8] Feminidad enfatizada, como dice Beatriz Ranea citando a Conell.

[9] Son muy habituales los portales en los que los puteros se cuentan unos a otros sus experiencias con prostitutas, las puntúan según sus características físicas, sus “habilidades” y también su representación de la hiperfeminidad.

Fuente: Enrique Stola.
Publicado en la web personal de Beatriz Gimeno

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