El tema de las identidades y su carácter no es nuevo; solo ha adquirido nuevas formas y otro lenguaje. Ahora, tiene más impacto por la disgregación de viejas identidades y la recomposición de otras nuevas, en el marco de la pugna sociopolítica y cultural por la prevalencia hegemónica de unos grupos sociales, con su estatus y privilegios de poder, frente a otros emergentes. La cuestión es que esos procesos de identificación sociopolítica (nacionales, reaccionarios, progresistas…) son diversos y ambivalentes y hay que analizarlos según su papel específico en un contexto determinado.
Por Antonio Antón*
En la historia, desde Aristóteles, los conflictos se han cubierto de la pugna entre lo particular y lo universal, el interés privado y el colectivo, el corporativismo de grupo y el interés general, lo local y lo global, o sea, entre la parte y el todo, definido como bien común desde la superioridad moral y política.
En la historia reciente, las fuerzas hegemónicas o que aspiraban a serlo han solido arrogarse la defensa de la universalidad (o transversalidad) respecto de la nación, la clase, el género o un grupo social. A las representaciones nacionales dominantes les molestaba la identidad de clase; las tendencias basadas en la identificación de clase (en la tradición socialista y comunista) consideraban problemática la identificación nacional, descalificada como divisiva.
Con los nuevos movimientos sociales, desde los años sesenta y setenta, las identificaciones parciales (feministas, ecologistas, étnico-culturales, de opción sexual…) eran consideradas por ambas tendencias, nacionalistas y clasistas, como distorsionadoras de su hegemonía basada en ‘su’ identidad central, la nación o la clase social. Esas identificaciones parciales también se tildaban de identitarias, no subordinadas a las supuestas referencias de conjunto. La experiencia del feminismo ha sido amplia y compleja para conseguir reconocimiento, aun dentro de un proceso unitario y una identificación múltiple progresistas.
Las identificaciones grupales se miran con recelo frente a la pretensión homogeneizadora de la cohesión social y nacional. La diversidad se confronta a una unidad rígida. Por otra parte, desde el consenso liberal, con cierto cosmopolitismo y mucho individualismo, las élites dominantes recelan de movimientos grupales distorsionadores de los ejes participativos normalizados, el voto individual y las instituciones públicas que representarían un interés general a su medida.
Si a la tradición reivindicativa progresista de los nuevos (y viejos) movimientos sociales le sumamos las nuevas dinámicas conservadoras y reaccionarias, incluido las de extrema derecha, y los procesos nacionalistas, la temática de las identidades parciales se complejiza, ya que pueden tener un significado diferente, progresivo y regresivo, junto con posiciones distintas en los ejes comunitario-individualizador y democrático-autoritario.
Ante esa pluralidad de significados no valen dos afirmaciones extremas: desde un liberalismo radical, que las identidades (culturales) son ‘asesinas’ y hay que destruirlas (Amin Maalouf); o desde un nacional-populismo autoritario, que las identidades (nacionales) son imprescindibles y positivas y hay que reforzarlas (Carl Schmidt). Hay que explicar el sentido de cada proceso identificatorio, así como su relación con los objetivos globales de la sociedad y, en especial, con los grandes valores de igualdad, libertad y solidaridad (y habría que añadir, democracia y laicismo).
Por tanto, la polarización abstracta identidad / no identidad no es clarificadora. Y menos la calificación despectiva de identitario a todo reconocimiento grupal diferenciado de las tendencias hegemónicas, interpretadas por los dominadores del espacio colectivo; ni tampoco es legítimo el seguidismo indiferenciado al consenso identificador dominante. El debate sobre la plurinacionalidad es significativo de ello.
Identidad particular y ciudadanía universal
El respeto al pluralismo y la regulación democrática de los conflictos debe ser la base de una convivencia intercultural. Las identidades parciales pueden conformar identidades múltiples, combinadas y abiertas, así como deben estar conectadas con una ciudadanía universal en cuanto ser humano.
La hegemonía de la burguesa ascendente se construyó durante cuatro siglos a través de la representación por su clase social del interés de la nación o del pueblo. Su identidad de clase y su dominio se cubrían con su interpretación de su universalidad. Se consolidó frente a una doble dinámica: las resistencias conservadoras del antiguo Régimen; las nuevas demandas populares y experiencias comunitarias de progreso. Es el legado del liberalismo actual y su hegemonismo centrista: frente a los movimientos sociales progresistas y transformadores, y ante las tendencias conservadoras y parafascistas. Ambas tendencias son acusadas de identitarias, aunque su sentido político y ético es antagónico: igualitario y opresivo.
Los distintos sujetos con aspiraciones hegemónicas y sus correspondientes teorías justificativas (desde el liberalismo hasta el socialismo, pasando por el nacionalismo o el populismo) siempre han querido legitimar su prevalencia en valores universales, aunque a menudo escondían intereses de grupo de poder o élite particular. Y la deslegitimación correspondiente contra demandas populares progresivas siempre se realizaba a través de la acusación de no defender el interés general (o del Estado), o sea, la estabilidad de la élite dominante desde el esquema del centro liberal.
Ello se completa en los modernos estados capitalistas con la prioridad, dentro de la ética liberal y más con la dinámica neoliberal, del beneficio propio como imperativo normativo para el comportamiento legítimo; es decir, el individualismo extremo que comparten versiones liberales y postmodernas, sin constricciones de pertenencias colectivas o intereses grupales. Al final, la realidad se conformaría por el individuo y el poder, y los grupos sociales intermedios serían disfuncionales o contraproducentes para la autoafirmación individual y la pertenencia al estatus hegemónico.
Pero, la caracterización ética (bueno o malo, igualitario o dominador) y la valoración política (progresivo o regresivo, autoritario o democrático), hay que realizarla por el papel específico de cada sujeto y proceso identificador en un contexto determinado. Las identificaciones personales y grupales, como la realidad social, son diversas, complejas y ambivalentes. Hay que prevenirse de las descalificaciones simplistas y sumarias y posicionarse según el sentido de una determinada trayectoria.
Dicho de otro modo, la legitimidad de una lucha parcial o de un grupo social específico discriminado (clase, sexo, nación…) o con desventajas relativas, no solo debe explicar la justeza de su demanda por sus condiciones de subordinación sino por su vinculación con el interés común bajo los valores universales de igualdad, libertad y solidaridad, en el marco de una democracia pluralista. Así, la identidad nacional o étnico-cultural, la identidad de clase o la identidad feminista se deben vincular, aparte de su combinación en una identificación compleja y múltiple, con un proceso igualitario-emancipador del conjunto de la humanidad, es decir, con los derechos humanos y esos principios generales, elementos constitutivos de una ciudadanía civil y social, en cuanto ser humano.
La identificación expresa relación social y reconocimiento
Las personas no se pueden separar de su vínculo social, son relacionales. La identidad colectiva expresa las características vitales comunes y su reconocimiento público. La pertenencia e identificación a un movimiento social, como el feminismo, implica participación y cooperación, compartir experiencias y apoyo mutuo, no solo ideas. Esa práctica social solidaria es el componente clave para formar un sujeto social, particularmente progresista. Las capas subordinadas, a diferencia de las capas poderosas o privilegiadas, no se asientan en el dominio o control de significativas estructuras económicas e institucionales; necesitan de su participación democrática como mayorías sociales subalternas que expresan una fuerza social transformadora. Su acción colectiva y su subjetividad, su activación cívica, son la base de su formación como sujeto activo. La identidad colectiva se transforma en sujeto social. Sin identificación no hay proceso de emancipación colectiva.
La pertenencia a la humanidad es insuficiente para explicar las relaciones sociales y su vinculación con distintas pertenencias grupales y sus condiciones específicas. Por tanto, no tenerlas en cuenta es un ejercicio de escapismo de la realidad social, de impotencia para comprenderla y transformarla. Es caer en el idealismo discursivo inoperativo, de sobrevalorar la función constructiva de realidad sociopolítica a través de la difusión de ideas abstractas sin encarnar en una dinámica social concreta. O bien, permanecer en la adaptación acrítica respecto de los respectivos grupos de poder que imponen su particular visión e identificación de forma hegemónica, o sea, con apariencia universalista cuando son particularistas.
La identidad feminista clave para el sujeto feminista transformador
La ausencia de identificación colectiva dificulta la posibilidad de la conformación de un sujeto colectivo transformador de las relaciones desiguales y de poder y sus legitimaciones hegemonistas. Prescinde de la cooperación social y solo es funcional para la adaptación individual en una estructura social desigual. De ahí que la identidad feminista, como explico en mi libro Identidades feministas y teoría crítica, sea fundamental para la transformación de la desigualdad de género y la conformación de personas libres e iguales.
No tiene sentido hablar de un feminismo más allá de la identidad… feminista. La propia Judith Butler se reafirma en el feminismo, no en el posfeminismo. Se puede decir que el sujeto feminista no lo forman exclusivamente las mujeres, ni todas ellas (por el solo hecho de ser biológica, estructural o libremente elegido mujeres), ni solo ellas (solo las que padecen discriminación). El aspecto principal de identificación feminista no es su base ‘objetiva’, de pertenencia a un sexo o un género determinado; en ese sentido el feminismo sí que está más allá de la identidad de género. Pero también es insuficiente el simple componente ‘subjetivo’ de tener conciencia o desear la igualdad; las ideas o las emociones individuales son insuficientes para la construcción del feminismo como compromiso transformador.
Estos conceptos de pertenencia, identidad o sujeto tienen un carácter relacional y sociohistórico o procesual. El aspecto principal es el del comportamiento prolongado, las prácticas y vínculos sociales en relación con otros grupos sociales. En este caso, en la participación en los procesos igualitarios y de emancipación de la subordinación femenina y la discriminación derivada de la desigualdad de género.
O sea, se puede decir que para ser feminista no es imprescindible tener una identidad de género mujer (o varón o no binario), pero sí, valga la redundancia, ‘actuar’ de forma feminista, con criterios igualitario-emancipadores que es lo que define al feminismo. El feminismo es inclusivo de todas las personas participantes en ese proceso de liberación frente a la desigualdad de género y entre los géneros, por su superación como orden jerárquico discriminatorio. En ese sentido, es excluyente o crítico frente a comportamientos machistas; no es transversal sino dicotómico, enfrentado al machismo y el poder patriarcal-capitalista, aunque se produzcan situaciones intermedias.
La identidad, lo que somos, no deriva mecánicamente de nuestro sexo o las condiciones materiales, ni solo de nuestros deseos o proyectos. Quienes somos lo construimos a través de nuestra experiencia relacional, mediada por nuestra vivencia, interpretación y aspiraciones, y condicionado por nuestro estatus y las estructuras sociales y de poder. En ese sentido, tiene más que ver con lo que hacemos y con quién y cómo nos relacionamos; forma parte de la interacción humana, que genera reconocimiento y estatus diferenciados, base de la identificación personal y grupal.
Y como tal realidad, en la que se integran condiciones, relación social y subjetividad, de forma interactiva y procesual, las identidades, personales y grupales, pueden ser más o menos ambivalentes, abiertas, inclusivas, densas y múltiples y conectadas con el estatus y los derechos como ser humano. En el movimiento feminista y, en particular, en la presente ola feminista ha predominado la acción colectiva progresiva, contra la violencia machista, por la igualdad social y de género y por la libertad para decidir las propias trayectorias vitales.
Existen, aparte del sector permanente de activistas, diversos niveles de identificación con el feminismo: más del 80% de la población es partidaria de la igualdad entre mujeres y hombres; más de la mitad (casi dos tercios de mujeres y un tercio de los varones) tienen conciencia feminista, y varios millones, mayoría mujeres, han participado en las actividades y movilizaciones feministas que, en sentido estricto constituirían el movimiento feminista, en cuanto sujeto social activo legitimado por los dos niveles anteriores. Pues bien, esos procesos identificatorios y participativos tienen un contenido igualitario-emancipador y, aun con sus luces y sombras, rigideces e insuficiencias, son progresivos y beneficiosos para la sociedad.
En conclusión, la identidad feminista es positiva y legítima no solo porque expresa un compromiso liberador de un grupo social discriminado sino porque está inscrita en un proceso igualitario-liberador de la humanidad. La activación feminista se enlaza con la articulación más amplia y compleja de un campo sociopolítico y cultural de progreso. La pertenencia al feminismo la da la interacción social frente al machismo como orden estructural, el comportamiento personal y colectivo frente a la desigualdad de género, reforzada por una subjetividad emancipadora. En ese sentido, hay que fortalecerla, no diluirla.
(*) Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de ‘Identidades feministas y teoría crítica’
Fuente: Blog Público